miércoles, 20 de enero de 2016

La vida era su enfermedad


No terminaba de padecer alguno cuando aparecía otro malestar de los que habían convertido su salud en una sucesión indefinida de achaques. Sobre todo, desde que había alcanzado esa edad en la que pensaba que tenía merecido el descanso y la tranquilidad, cosas que relacionaba con no tener más gastos que los corrientes y que los hijos fueran dueños de sus vidas y no dependientes de la suya. No es que anteriormente careciera de problemas, sino que los asumía como inherentes a la existencia, un peaje a pagar. Incluso su nacimiento había sido problemático por su empeño en venir a este mundo antes de tiempo, de manera prematura. A consecuencia de aquellas prisas, su corazón tenía una malformación que le obligó, cuando no pudo dilatarlo más, a pasar por el quirófano en medio del camino de la vida, como diría Dante, preso de un miedo que todavía lo sobresalta algunas noches. Aún conserva una cicatriz en el pecho, larga y rojiza como una lombriz, que lo marca por haber sobrevivido a un bisturí que, sin embargo, no le extirpó los temores a un motor renqueante.

Durante su primer año de colegio le colgaron unas gafas para que pudiera ver lo que escribían en la pizarra y, más tarde, leer los periódicos o las indicaciones del salpicadero del coche, sin que hasta la fecha se haya desprendido de ellas. Las considera parte de su anatomía, como las orejas. Todas las enfermedades de la infancia lo persiguieron hasta la adolescencia y la juventud, y le dotaron de una experiencia provechosa en sarampiones, paperas, anginas, fiebres tifoideas, convulsiones, diarreas, pulmonías, gripes, alergias y demás quebrantos que sirvieron, al menos, para que pudiera diagnosticar mejor que los médicos cualquier dolencia en sus hijos. Con todo, la vida le había parecido siempre una aventura digna de ser vivida, siempre y cuando no se le exija demasiado ni se le busque algún sentido. Estaba convencido de que era justa y que quien no tiene una cosa, tiene la otra, y entre todos se reparten sus penas y alegrías.
 
Pero, al coronar la jubilación, confiaba en que los años se olvidaran de él y lo dejaran apurar el resto del tiempo con placidez y con la salud arañada pero llevadera. Pretendía aburrirse observando el vuelo de las moscas o el cambio de estaciones mientras simulaba ojear los libros que no había podido leer. No se lo permitieron. Al poco de cobrar las primeras nóminas de la pensión, la tensión se descontroló y lo ató a una caja de pastillas y a una dieta sin sal. Más tarde, el colesterol añadió nuevas prohibiciones y más píldoras al pastillero. Igual que las súbitas carreras que su corazón emprendía sin motivo aparente pero con mala intención, acelerándole el pulso y los nervios. Finalmente, un cáncer le impidió, primero, orinar con fluidez y, después, se expandió más allá de la próstata, condenándolo al ultraje de sondas y colonoscopías humillantes que le amargaron la vejez. Una tarde, mientras jugaba al dominó con los parroquianos del bar, perdió el conocimiento y su cabeza golpeó las fichas con el estruendo con que se coloca el doble seis de cierre. Ni la quimioterapia ni las operaciones habían logrado detener a su último enemigo, el que lo venció definitivamente. La vida era su enfermedad.

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