jueves, 2 de enero de 2014

Nuevo Año en Burguillos

Celebrar el cambio de año me ha resultado siempre insoportable y aburrido. A cierta edad, aguardar estoicamente la medianoche para en un minuto intentar tragar deprisa doce uvas, sin peligro de asfixia, es un suplicio. Es una noche en la que sigues atiborrado de comilonas y dulces hasta el exceso y, encima, debes descorchar cavas para brindar por no se sabe qué porvenir más oscuro que la espesura negra y fría de la noche. No puedo reprimir los bostezos que asoman a la boca, progresivamente menos disimulados, mientras la televisión vomita programas que año tras año repiten la pesada monotonía del anterior. Tampoco soy amante de cotillones programados para la diversión obligatoria y trasnochadora, ni en casa ni en ningún establecimiento que negocia con ello, a pesar, incluso, de que mi cumpleaños coincida con la inauguración del año. Para mí, son motivos para la tranquilidad, no del alboroto.

En cambio siempre he preferido madrugar, anteriormente por imperativos laborales y ahora por puro placer, para recibir el día con los sentidos abiertos a los ecos que surgen en medio de la placidez de un mundo adormilado. Y por apreciar las tonalidades de un aire que se va despojando de los hilachos neblinosos que el sol diluye hasta dejarlo translúcido, con una brillantez que transparenta el cielo, o cubierto de brumas que es incapaz de ahuyentar. Y por llenar los pulmones de ese frío que se deposita en las escarchas de unas hojas que se desperezan a mi paso o en los charcos de un camino solitario. Soy, en definitiva, de los que procuran aprovechar el día en vez de desperdiciar la noche en una juerga sin sentido e infame.

Sin embargo, esta vez ha sido distinto. En vez de la dispersión familiar, a la que los hijos se ven empujados para atender los compromisos de una vida adulta y autónoma, hemos celebrado por vez primera cónclave festivo todos juntos, con la excusa del cambio de dígito del año, en el hogar de la hija pequeña, en Burguillos. Y, en vez de bostezos, ha habido risas, juegos y charlas, aunque sin abandonar los empachos alimenticios ni los brindis con alcohol y burbujas. Desde que dejaron de ser niños, no asistíamos todos juntos a una velada ritual que nos congregara en torno a una mesa y a merced de las emociones y los sentimientos. Sucedió de forma espontánea, casi sin preparación, como esas sorpresas agradables que surgen sin esperarlas y que brotan sólo de un anhelo nunca antes realizado. Sea como fuere, lo cierto es que allí se presentó toda la familia, incluida las dos nietas que concentran nuestros desvelos, convocada a golpe de `guasap´ y cada cual contribuyendo a cubrir un mantel de platos y del calor de la mejor de las compañías.

Una fiesta amable que transcurrió entre conversaciones, piñatas para las niñas y petardos, tracas y cohetes para adultos momentáneamente infantilizados, sin renunciar a la tradición de las uvas y los brindis. Irse a la cama no fue ya la escapatoria al tedio de años anteriores, aunque el cansancio acabara por imponerse a cualquier voluntad de diversión. Unos antes y otros después, según edad, terminamos por recogernos en las habitaciones.

La primera mañana del año amaneció fría y bañada por una llovizna que se desparramaba de un cielo blanquecino que el sol era incapaz de atravesar. El silencio del lugar y la tonalidad gris del día invitaban a guarecerse en casa, pero un hijo, conocedor de mis hábitos, inquirió en cuándo íbamos a dar una vuelta. No hay mayor satisfacción que ver gozar de salud a los hijos, de disfrutar de su compañía y recibir el fruto de una crianza en la que asumen parte de tus afinidades y enseñanzas como un legado. Fue una vuelta a través de un pueblo pequeño, con el encanto de los despertares húmedos del invierno y los saludos de los más viejos del lugar, únicos guardianes de las madrugadas y las costumbres. Ahí quedan esas fotos para atestiguar la belleza silente del momento. Un fin de año, pues, inolvidable en Burguillos. Y una experiencia que queremos repetir.
 



 

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