Existen, empero, motivaciones que explican esa alergia a la
política, aparte del rechazo que despiertan los que la ejercen sin altura de
miras. Y es que la política ha descendido a niveles próximos al barrizal en que
se dirime la lid partidista, más preocupada de sus miserias internas y la conservación de cuotas de poder que del
interés general de los españoles. Ahí entroncan los escándalos que sacuden a la
opinión pública sobre los innumerables casos de corrupción, corruptelas e
irregulares de todo tipo que los partidos con oportunidad de gobierno, a cualquier
escala de la
Administración , no tardan en acumular. Los instrumentos de
participación ciudadana acaban convirtiéndose en organizaciones que se afanan
en perseguir el interés particular antes que el bienestar general y no dudan,
si fuera necesario, en desacreditar las instituciones sobre las que se asienta
la democracia con tal de afianzar posiciones de dominio e influencia sectaria.
Se muestran imposibilitadas al menor sacrificio, aunque de ello dependiese el futuro
de todos, si les resta poder, capacidad y fortaleza. Por esta razón es
inconcebible en España una política que reconozca los méritos del adversario o
que esté dispuesta con sinceridad al consenso y la colaboración leal. Hasta los
asuntos más delicados y complejos, que deberían constituir cuestiones de Estado
libres de la confrontación política -como el terrorismo, la defensa o las
negociaciones con el exterior- son a menudo utilizados para debilitar al
contrincante nacional y menoscabar su labor. No es extraño, por tanto, que como
consecuencia de esta falta de apoyo se pierda peso en las instancias
continentales o internacionales donde España debiera estar representada con
mayor nivel y responsabilidad.
La polaridad en que se resume la política nacional deja
patente esa pobreza de ideas y de canales para la expresión pública. Aún
contando con la espontánea proliferación de movimientos sociales que desahogan el
inconformismo, no existen instrumentos apropiados, sin rigideces orgánicas, que
generen la confianza de los ciudadanos para el debate político.
De hecho, es triste comprobar que la derecha española está
sobrada de soberbia y tics autoritarios, cuando no de herencias
dictatoriales, pero le falta ser homologable a sus homónimas continentales y
norteamericanas, mucho más transparentes y democráticas, en las que sería
inconcebible fenómenos tan bochornosos y grotescos como el caciquismo adaptado
a los nuevos tiempos (Baltar, Fabra y compañía), actitudes revanchistas en la
gestión gubernamental (revisión de políticas educativas, sanitarias, sociales,
etc.) y, por supuesto, la tolerancia en sus estructuras de verdaderos mafiosos
que se lucran como sanguijuelas de la administración pública.
Pero es que la izquierda adolece también de debilidades que
la alejan de ser alternativa real de Gobierno, más por la esquizofrenia que
refleja su comportamiento que por el supuesto extremismo de su programa. La
socialdemocracia nunca ha dejado de actuar como una derecha moderada que
prefiere abandonar sus políticas sociales a hacer peligrar la integridad del
sistema capitalista del que no reniega. Y la proveniente del comunismo se
fracciona en dogmatismos irredentos que sólo son abrazados por minorías
enfrentadas, incluida la ahora en alza Izquierda Unida, un subsistema en sí
mismo capaz de formar coalición o sostener ejecutivos conservadores (Extremadura)
o progresistas (Andalucía) en función del territorio y el interés partidista de
acariciar poder.
Y si así es la política a grandes rasgos, peor es la imagen
de sus representantes. El convencimiento de que, en el interior de esas
formaciones, la política española está trufada de políticos mediocres que han
accedido a ella no por convicciones ideológicas sino por mejora de empleo, es
algo extendido en los comentarios de barra de cualquier bar. Y que esas
personalidades de poco brillo han contagiado a sus formaciones de la estrechez
de sus planteamientos y su limitada capacidad para señalar horizontes infinitos
en los que refulja la ilusión, también es un lamento compartido. No es que el
carisma sea premisa para el liderazgo y la buena gobernanza, pero sin rostros
que transmitan proyectos y promesas y conduzcan a los convencidos e interesados,
poca utilidad adquieren unas estructuras caducas que se visualizan como cuevas
opacas para el trapicheo antes que foros de participación y discusión política.
En estos tiempos tan “livianos” ya no existen degaulles ni kennedys, pero sus estaturas se agigantan frente a los aznar
y zapateros que afortunadamente no han tenido que enfrentarse a los gravísimos
problemas que resolvieron aquellos: hubieran sido barridos por las
circunstancias y ninguneados por los auténticos actores de la realidad, como de
hecho experimentaron estos últimos frente a Bush y Merkel, respectivamente, mandatarios carentes de ningún
rasgo sobresaliente pero con un enorme poder, y sin guerras mundiales ni pánicos
atómicos de por medio. Hoy proliferan grises funcionarios que administran
entidades sufragadas con dinero público, que cooptan a sus dirigentes en
función de afinidades y fidelidades personales, lo que les posibilita una
permanencia “profesional” en lo que debería ser una dedicación vocacional y
puntual en la política. Así es cómo los rostros de Rajoy y Rubalcaba aparecen
en todas las fotografías que ilustran el periodo democrático de España, sin que
puedan aportar ninguna novedad a una juventud a la que aburren y espantan. Y
si, por causas desconocidas, una voz nueva se deja oír, como la de Cantó, lo
que expresa es una ignorancia que ofende y humilla a quien la escucha, sobre
todo a las mujeres que sufren maltrato y pagan con su vida una violencia
machista asesina.
Es posible que los ciudadanos estemos incapacitados para
entusiasmarnos con utopías a estas alturas de la postmodernidad, y los grandes
problemas nos resulten extraños e incomprensibles. Acostumbrados a las
comodidades, sólo nos atraen las últimas novedades tecnológicas de la industria
del entretenimiento que apenas satisfacen necesidad básica alguna, pero
garantizan nuestra pertenencia al mundo actual, tan sofisticado. Pero si nadie
nos abre los ojos ni despierta nuestra conciencia, difícilmente podremos sentir
interés por una política que está en manos de dinosaurios prehistóricos que se afanan
en satisfacer sus propios intereses. Nuestra indolencia es cómplice de la
mendacidad que caracteriza el ejercicio de la política y a unos políticos que
ya no representan a los ciudadanos, sino a sí mismos y al tejemaneje que
gestionan en su provecho. Pretenden hurtarnos el control de la res pública para
manipularla a su antojo. Y lo están consiguiendo, provocando esa
desafección de la política que registran los sondeos sociológicos. Nos instalan
en un simulacro de democracia en el que votamos cada cuatro años sin ninguna convicción
de cambiar nada. Sin embargo, en nuestras manos está construir el futuro. ¿Nos daremos cuenta alguna vez?
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