martes, 10 de octubre de 2017

Con licencia para matar

Los ciudadanos de Estados Unidos tienen reconocido por la Constitución, aunque más concretamente por las correcciones que se conocen como Bill of Rights (Carta de Derechos con las 10 primeras enmiendas fundamentales), el derecho a poseer y portar armas. Cada vez que se ha querido regular este derecho, no  suprimirlo, ha sido rechazado por la mayoría política del país, con un amplísimo respaldo popular. Y es que disponer de armas de fuego se considera un ejercicio de libertad derivado de una enmienda a aquella Constitución del año 1791, que impide al Gobierno federal y a los gobiernos locales restringir el derecho de todo estadounidense a portar armas para defenderse de cualquier amenaza interna o externa.

De entonces acá, millones de norteamericanos guardan en los armarios de sus viviendas pistolas, rifles, metralletas y todo tipo de armamento con el que se entretienen en realizar prácticas de tiro, familiarizar a sus hijos con su uso, ir de vez en cuando de cacería y, en casos extremos, emprenderlas a tiros contra sus vecinos y compatriotas. La última “hazaña” de naturaleza homicida se ha producido el pasado día 1 de octubre, cuando un lunático armado hasta los dientes se dedicó a disparar, desde la ventana de un hotel de Las Vegas, contra el público de un concierto al aire libre que se celebraba en las cercanías, matando a 59 personas y dejando heridas a más de 500. Esa masacre es, de momento, la última perpetrada en un país en el que es sumamente fácil conseguir un arma de fuego y que goza, por tal motivo, del triste privilegio de ser el lugar donde más muertos se producen por disparos en tiempos de paz, sin que medie ninguna guerra o conflicto armado. Es lo que pone de manifiesto las más de 33.000 muertes que se producen cada año por armas de fuego, de las que 1.300 son niños, lo que arroja un balance de casi 100 personas fallecidas cada día, según datos de Compañía Brady. Se trata, por tanto, de un problema de primera magnitud a ojos de cualquier observador.

Pero no es apreciado así por los propios norteamericanos, ya que son capaces de impermeabilizar sus fronteras para impedir la entrada de extranjeros simplemente por ser musulmanes, creyendo que de esta forma impiden atentados yihadistas, cuyo número de víctimas es insignificante en comparación con los producidos por armas de fuego en manos de sus compatriotas, pero son reacios a limitar tal venta de armas. Es decir, se defienden hasta la exageración limitando derechos y normas internacionales, pero son incapaces de ponerse de acuerdo para afrontar un problema mayor, mucho más grave, creado por ellos mismos. Y es que, a pesar del peligro horrendo que representa la posesión de armas en manos privadas, no existe consenso suficiente para abolir ese derecho en EE.UU., ni siquiera para restringirlo, como intentó en vano el expresidente Barack Obama tras la matanza de 20 niños, de entre seis y siete años, en un colegio de primaria de Newton, Connecticut, en diciembre de 2012. No le permitieron que prohibiera la venta de armas a ciudadanos aquejados de graves enfermedades mentales. Para comprender la magnitud del problema basta con conocer sus cifras: existen más de 310 millones de armas de fuego en un país de 323 millones de habitantes. Descontando a los menores de edad, puede asegurarse que cada adulto dispone de su correspondiente arma de fuego en aquel país. Un cáncer de pólvora que aqueja a esa sociedad.

Y es que es tan fácil comprar un arma, incluso en tiendas y supermercados, que tal parece que los norteamericanos, como corresponde a todo espía de postín, nacen con licencia para matar. Se les brinda constitucionalmente la posibilidad de matar porque la única utilidad de un arma de fuego es matar, no hacer mayonesa. Quien adquiere y porta una pistola lo hace para defenderse de cualquier conducta que considera agresiva mediante el disparo de balas, no para golpear con el arma al presunto agresor. Y disparar, normalmente, casi siempre es mortal. Desde que los primeros colonos se independizaron de Inglaterra y formalizaron las milicias, los norteamericanos adoran las armas de fuego y confían en ellas más que en las Sagradas Escrituras a la hora de enfrentarse a los retos de la vida. Prácticamente, lo llevan en los genes de su fanatismo liberal y en su concepto sacrosanto de libertad. Porque lo relevante del derecho a poseer armas es que limita el poder del gobierno y garantiza la libertad del pueblo a defenderse. Refuerza el derecho de los ciudadanos a defenderse contra los abusos de cualquier tiranía, como de la que huyeron y por la que construyeron un país que, en nombre de la libertad, soporta el precio de los asesinatos indiscriminados entre la población. Prefieren morir bajo las balas a perder el derecho a la autodefensa que les reporta la posesión de armas de fuego. Ello forma parte de su libertad, aunque sea un concepto no comprendido por el resto del mundo.

Por eso no se modifica la segunda Enmienda y se mantiene en vigor el mandato de que “el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido”, aunque cada año mueran miles de personas por culpa de una libertad mal ejercida y cuya regulación en nada devalúa ni limita el disfrute racional y en beneficio de todos de ningún derecho, incluido el de poseer armas de fuego. La cuestión es que nadie tenga licencia para matar alegremente a nadie, y menos aun a causa de oscuros intereses armamentísticos y de mercado negro que subyacen tras este problema. Porque nadie somos todos bajo la mirilla telescópica de cualquier jamesbond lunático. La libertad bien entendida no incluye el derecho a matar, diga lo que diga la famosa enmienda.

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