martes, 21 de febrero de 2017

El camarada Trump

Así lo llamaban sus amigos extranjeros, los que le animaron y ayudaron a conseguir el cargo más alto e importante de su país y al que creía que sólo él, con su visión catastrofista de la situación por la que atravesaba, tratado de igual a igual y hasta ninguneado en sus relaciones por las demás naciones del mundo, podría volver a poner en pie y hacer grande, otra vez. Donald Trump, al que aludían cariñosamente como camarada Kozyr -haciendo un juego de palabras con su apellido y la traducción rusa de triunfo-, mostraba una admiración casi idólatra por el líder que gobernaba el país de sus amigos y su insobornable determinación a la hora de adoptar cualquier decisión, aunque fuera quebrando la legalidad internacional. Echaba de menos en su patria esa autoridad indiscutida, rayana en la soberbia, y la férrea voluntad que exhibía por recuperar la vieja gloria imperial de una nación antaño enemiga acérrima de su país. Estaba convencido de que las otrora rivalidades pertenecían al pasado y que hoy los enemigos eran otros y amenazaban por igual a ambas potencias. Por eso ahora creía que debían ser aliados como gendarmes internacionales en la lucha a muerte contra el terrorismo de raíz islamista que mantenía en jaque al mundo occidental. De ahí su admiración por el presidente de Rusia y su forma de abordar este problema, y cualquier otro, sin contemplaciones.

Junto a otras circunstancias favorables, fue gracias a la injerencia de esos amigos para hackear y airear secretos o errores de su principal contrincante en la carrera electoral y a su propia habilidad para exacerbar los miedos de sus compatriotas, castigados por la descolocación de industrias, la competencia de una economía globalizada y los flujos migratorios, como pudo al fin ganar las elecciones que lo catapultaron a la cúspide de mando de los Estados Unidos de América. Todo un triunfo del camarada Trump, que supo hacer realidad lo que explicitara el columnista del The New York Times, Roger Cohen, cuando describió que “las grandes mentiras producen grandes miedos que producen a su vez grandes ansias de grandes hombres fuertes”. Y él se consideraba ese gran hombre fuerte que necesitaba América. Sus amigos no podían disimular la satisfacción que les produjo su victoria, máxime cuando nadie, ni en el establishment ni en los medios de comunicación, apostaba un duro por él. Tampoco en las cancillerías extranjeras se esperaba que alguien tan simplista y demagogo pudiera llegar a la Casa Blanca. Todos se habían equivocado estrepitosamente, incluyendo las encuestas, con las posibilidades del tremendista Trump, excepto aquellas amistades rusas con las que miembros de su equipo mantenían frecuentes contactos y coordinaban estrategias que han devenido cruciales para su triunfo. Precisamente, la revelación de una de esas conversaciones secretas entre el embajador ruso en Washington y la persona escogida por él para dirigir la Seguridad Nacional, cuando todavía no se había producido el relevo presidencial, motivó la precoz dimisión, al mes escaso de su nombramiento, del candidato en cuestión, un viejo general todavía más visceral que el propio Kozyr, y acostumbrado a mandar sin que nadie desobedeciera sus órdenes, pero confiadamente ingenuo como para no prever que el contraespionaje de su país vigilaba todo lo que hacía y decía el diplomático ruso. Ello, no obstante, no causó ninguna brecha en la amistad de Trump con Putin, una amistad y adoración a prueba de escándalos.

Ese encandilamiento venía de antiguo, de cuando se dedicaba en cuerpo y alma a aumentar su fortuna y extender sus negocios. “Donny” Trump siempre ha perseguido triunfar en cualquier cosa que hiciera, ya fuera jugando al béisbol o construyendo un edificio, aunque para ello tuviera que estar constantemente promocionándose. Esa fue la causa por la que cambió el nombre de la empresa inmobiliaria que había heredado de su padre, hijo de inmigrantes alemanes, para poder colocar su apellido, con grandes letras doradas, en todos los edificios y propiedades que había ido adquiriendo, tanto en hoteles y rascacielos como en yates, casinos y hasta en los fuselajes de una línea aérea. Pero ni aún así se colmaba la egolatría de un hombre con éxito en los negocios que no tolera ser ignorado o subestimado, y mucho menos ser derrotado. Conforme ampliaba los negocios se relacionaba con cada vez más empresarios tan millonarios y excéntricos como él. En esos conciliábulos empresariales opinaba, después de cerrar acuerdos y sobar el culo a las secretarias, sobre deportes, los mexicanos y la política permisiva que implementaba la Administración demócrata del presidente Barack Obama, al que despreciaba por todo, como político y como persona, y al que no perdonaba que llegara a ocupar un puesto que pensaba no le correspondía por pertenecer a una minoría étnica que no representaba la esencia social y la supremacía blanca del país. Incluso se atrevió a poner en duda públicamente la nacionalidad del presidente al que acabaría sustituyendo en la Casa Blanca, sin disculparse jamás de su insolencia. Los grandes hombres nunca piden perdón ni reconocen sus trapisondas.  

Los “halcones” rusos detectaron en él el perfil idóneo para influir en sus ideas y en las propuestas que formulaba carentes de profundidad intelectual, conocimiento exhausto de los asuntos y el más mínimo tamiz crítico o analítico. Encandilado como estaba por emular a un líder que consideraba fuerte, fue fácil para quienes no se paran en límites éticos o legales seducir aún más al ambicioso triunfador neoyorquino. Era cuestión de rodearlo de personas que alimentaran su egolatría y apuntalasen su ideología vacía de ideología, pero llena de prejuicios y fobias hacia todo aquello que creía causante de la desmoralización y el desprestigio que afectaban a su país. En las charlas con sus conmilitones acababa siempre diagnosticando, cuando llegaba la hora de las copas y los puros, que lo que precisaba su país era que fuera gobernando como una empresa y por alguien con las ideas claras y la determinación firme, como hacía Putin en Rusia o como él haría, si se lo propusieran. ¡Y tanto que se lo propusieron!, lo tenía todo a favor: ambición y dinero a espuertas.

Había llegado a la intersección donde se cruzan los extremos, donde confluyen su admiración por un líder extranjero ubicado en las antípodas de su ideología y las fuentes que nutren su pensamiento del ultraconservadurismo más grosero y excluyente. El punto desde el que es fácil soplarle al oído lo que quería escuchar y convencerlo de emprender la aventura de hacer grande América, otra vez. En ese lugar en el que él sobresalía se agolpaban los descontentos y rencorosos de toda ralea y venidos de cualquier dirección, incluyendo el Tea Party, militares retirados y multimillonarios aburridos. Y de ese lugar extrajo, como si se los hubieran puesto en bandeja, los luceros que alumbrarían su camino hacia el sillón presidencial y elaborarían el discurso más conveniente para todos, también para sus nuevos amigos. Allí conoció al planfletista Steve Bannon, su principal e inquietante estratega, asesor de la campaña electoral y ahora con un puesto permanente en el Consejo de Seguridad Nacional, partidario de declarar la guerra al Islam para salvar al mundo de la influencia musulmana. Y de barrer del escenario a la “élite globalizada” que ha hecho desbarrar al capitalismo. Allí también coincidió con Rex Tillerson, el empresario que estuvo al frente de la petrolera ExxonMobile, una de las mayores del mundo, y que extendió su negocio e influencia por Rusia, alcanzando tal predicamento que fue condecorado por Putin, de quien se confiesa amigo, con la Orden de la Amistad, que es una distinción, no un chiste. Trump, para que quede constancia de su seriedad, lo ha nombrado Secretario de Estado, jefe de la diplomacia norteamericana, porque, en su opinión, “es uno de los más hábiles líderes empresariales y negociadores internacionales”. Y, como estos, todos los demás que le arroparon para dar el paso a la política, incluyendo los negacionistas del cambio climático que no salen a la calle sin una biblia en el bolsillo, los que criminalizan la inmigración porque coinciden con Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, en que “todos los terroristas son migrantes” aunque sea mentira, los que denostan la educación pública pero aceptan un cargo para responsabilizarse de su administración, y, por supuesto, los miembros de su familia que siguen a papi allá donde vaya a ganar dinero y saciar su ego.

El camarada Trump, un hombre astuto, extremadamente conservador, xenófobo y machista, además de multimillonario, acaricia ahora los muebles de la Casa Blanca, acompañado de esa camarilla de aduladores que aplauden e incitan todas sus ocurrencias. Disfruta de una autoestima que le hace feliz firmando, como quien firma autógrafos, lo que le pongan por delante, sin importarle las consecuencias. Si los rusos odian el Islam, obsesionados todavía con Chechenia, el camarada Kozyr firma un decreto prohibiendo la entrada al país de extranjeros procedentes de varios países musulmanes, despreocupándose si ello es inconstitucional. Si los rusos mantienen conflictos comerciales y territoriales con Europa, el camarada Trump hace lo posible por debilitarla, mostrando públicamente su agrado por el Brexit de Reino Unido, amenazando con rebajar la aportación de EE UU a la OTAN y cuestionando la viabilidad del euro. Y si alguien recela de sus medidas y desvela sus mentiras, le declara la guerra y lo acusa de conspiración, de actuar con odio y de poner en riesgo la seguridad nacional, como hace con la prensa que no sigue sus dictados, con los jueces que paralizan sus decretos, con las empresas que no están dispuestas a aislarse en un proteccionismo ridículo, con las mujeres que no quieren ser floreros como su esposa y con cualquiera que tenga dos dedos de frente y advierta del peligro que representa un presidente marioneta de sus amigos.

Donald Trump ha triunfado y se ha encumbrado en el lugar más poderoso del planeta con intención de enfrentarse a la realidad, y a la legalidad, sabiamente aconsejado por amigos, familiares y compinches. Quiere hacer grande América otra vez, la América que a él y a sus amigos les interesa, aunque para ello tenga que desbaratar o destruir el mundo. Y en ello está el camarada Trump, el amigo Kozyr, si nadie se lo impide.
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Esto es un relato de ficción, construido con elementos de la realidad
y ensamblados con imaginación. Toda coincidencia con ella
es alarmantemente preocupante.

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