sábado, 30 de abril de 2016

Abril se va

Abril se va dejando rosas florecidas en los parterres y días de camisas arremangadas que pasean miradas furtivas, cargadas de deseo. Nos deja termómetros que señalan ya  mediodías veraniegos en terrazas y bares, donde las charlas y las cervezas maridan amistades y cuerpos desinhibidos que disfrutan del color de las jacarandas y del perfume de las flores del paraíso. Abril se lleva las lluvias que han regado el aire para que una luz prístina inunde los rincones íntimos en los que se esconden nuestra timidez y anhelos. Se va abril abriendo las puertas a un verano en ciernes que nos eriza la piel de sensaciones y caricias que nunca se perdieron en la memoria ni en el calendario. Abril se aleja en un horizonte que se ensancha a nuevas promesas que ponen rumbo a nuestras vidas. Abril se va porque el viaje y las esperanzas continúan.

miércoles, 27 de abril de 2016

Vivir sin Dios

Vivir sin Dios es vivir sujeto a la razón y no a expensas de la superstición, que es la materia de todas las religiones. La creencia en una trascendencia que esquive la muerte proviene de la capacidad que tenemos los seres humanos de ser conscientes de nuestra condición mortal. Eso produce una orfandad existencial que nos hace buscar una narrativa a la vida que la dote de sentido y la haga trascender del final conocido de antemano. Muchos no pueden soportar ese vértigo racional ante la nada y lo llenan de seres sobrenaturales que calman la ansiedad por la insignificancia humana. Prefieren creerse protagonistas de la creación a tener que admitir que somos meros accidentes de la evolución natural, sin más propósito que el de la adaptación al medio. La razón nos conduce a marginar a Dios y a no confiar en los atajos de la emoción, esa que nos precipita en una ficción consoladora.

Es por ello que debería escribirse una historia de las ideas de los pensadores que, a través de la filosofía, la literatura o el arte, ayudaron a construir un mundo al margen de Dios y de las religiones, y que denunciaron, incluso, las imposiciones dogmáticas y las supercherías ocultistas que pretendieron sustituirlo. Un libro que parta de la “muerte de Dios” proclamada por Nietzsche hasta desembocar en nuestros días, cuando proliferan las sectas y los fanatismos religiosos que asesinan en nombre del Altísimo. Afortunadamente, ese libro ya existe. Se trata de la interesante obra de Peter Watson, La edad de la nada, el mundo después de la muerte de Dios (Editorial Crítica, 2014), en la que el autor hace un recorrido por ciento treinta años de historia de las ideas que combatieron la credulidad religiosa del hombre. Un libro que debería ser de lectura obligatoria en la educación, al menos mientras exista la asignatura de religión, para compensar con formación el adoctrinamiento católico en las escuelas de un país, este que nos ha tocado vivir, que se define constitucionalmente aconfesional.

lunes, 25 de abril de 2016

Votos inútiles

El Rey y el presidente del Congreso 
El Rey inicia hoy la tercera y definitiva ronda de consultas con líderes parlamentarios para decidir si convoca nuevas elecciones o encarga de nuevo la formación de Gobierno a un candidato que reúna los apoyos suficientes para la investidura. Así llevamos desde diciembre pasado cuando de aquellas elecciones no surgió ningún partido con mayoría para acometer la tarea de gobernar en solitario o con algún apoyo puntual. Cuatro meses largos en un país en standby, con un Gobierno en funciones, que se niega a ser controlado por el Congreso, y una oposición fragmentada, incapaz de ponerse de acuerdo para construir una alternativa con posibilidades de gobernar. Mas de 100 días en un tira y afloja entre el Partido Popular, que exige ser reconocido como minoría mayoritaria y, por tanto, se le permita gobernar, y un PSOE que precisa de apoyos a diestra y siniestra para desalojar a los conservadores del poder. Nadie da su apoyo a los primeros y los segundos no consiguen el respaldo conjunto de quienes podrían permitirle formar ese Gobierno “del cambio”. La aritmética parlamentaria ha resultado ser más complicada de lo que, en principio, parecía posible con un poquito de voluntad para el diálogo.

A la ronda del Rey acuden los representantes de las formaciones políticas con el convencimiento de que, si no se produce un milagro, no hay más remedio que convocar nuevas elecciones generales. Si ello es así, el mensaje que se traslada a la ciudadanía es que sus votos de diciembre fueron inútiles y habrán de afinar sus apuestas en las urnas si quieren que alguien les gobierne tras una nueva campaña electoral que se antoja agotadora. Ninguno de los partidos que se han mostrado incapaces de dialogar asume la responsabilidad de este fracaso. Todos culpan al adversario de una situación inédita en la democracia española y que obliga repetir unas elecciones para conformar Gobierno, sin ninguna seguridad de que el resultado sea muy distinto del que refleja el Parlamento actual.

Volver a la situación de partida, con pequeñas variaciones en los escaños, supondría un acto de autoridad por parte de los votantes, que exigirían se respete su soberana voluntad, reafirmada en las urnas, y una vergüenza para los partidos políticos, que no saben o no quieren aceptar el veredicto democrático y se niegan plegarse al mismo, atendiendo exclusivamente a sus intereses partidistas. Ese es el riesgo que se corre al convocar nuevas elecciones. Unos confían en que, entonces, el “sentido común” permita esa gran coalición que el Partido Popular tanto ha invocado, y otros aguardan que los ciudadanos premien su intransigencia o, al menos, castiguen la del contrario, posibilitándoles las combinaciones para formar Gobierno que antes fueron imposibles. Todos transmutan los votos en inútiles cuando no sirven para sus estrategias partidistas y obligan tirar nuevas cartas para ver si la suerte les acompaña, sin pensar en los intereses del país y en las necesidades de la gente, aburrida y hastiada de que se juegue con ella.

En cualquier caso, si el Rey se ve en la necesidad de convocar nuevas elecciones, como parece probable, considerar inútiles los votos de diciembre pasado tendrá un precio, un alto precio que vendrá a profundizar la desafección de los ciudadanos con la política y agrandar su desconfianza en quienes no se toman en serio sus deseos, expresados en las urnas. Declarar inútiles esos votos traerá la consecuencia de un mayor desprestigio de un sistema político que no sirve para interpretar y asumir la voluntad democrática de votantes, a quienes se les está exigiendo, en la práctica con nuevas elecciones, una rectificación en toda regla: ustedes se equivocaron, vuelvan a votar otra vez.

Tratar así a los ciudadanos de un país en que los escándalos por corrupción salpican, especialmente, a la clase política, con una crisis económica que empobrece injustamente a quienes no tuvieron la culpa de su aparición, que rescata a los que la engendraron con dinero público, los premia con una amnistía fiscal y, al final, figuran en los papeles de paraísos fiscales, todo ello, decimos, no hace más que ahondar la brecha de la desconfianza, el rechazo, la frustración y la apatía entre los que, con razón, piensan que no sirve de nada participar y votar en democracia, puesto que, como ha quedado demostrado con las elecciones de diciembre, sus deseos volcados en las urnas no son tenidos en cuenta.

Los que están evacuando consultas con el Rey evalúan sus posibilidades electorales y no tienen en cuenta los intereses generales de la población ni las consecuencias de declarar inútil su voto. Ellos van a su bola, esa que aplasta las urnas y sofoca nuestra voz, para regocijo de los populismos que pescan en río revuelto y de los seres providenciales que todo lo prometen, hasta lo que no pueden cumplir. A ver dónde acabamos.

viernes, 22 de abril de 2016

Prince

Ayer murió Prince, una estrella del pop de los ochenta que yo recuerdo por una sola canción. No es que no compusiera otras, es que el éxito de su famosa Lluvia púrpura eclipsó a todas las demás. Lo mismo me ha pasado con otros artistas, que los recuerdo por una sola y única obra, como Don McLean y su American pie o, incluso, el Tubular bells de Mike Oldfield. Son autores que ya no superan la genialidad de una obra por mucho que sigan toda su vida intentando repetir la hazaña. Nos sorprende, ahora, la muerte imprevista y prematura de Prince, un intérprete que me resultaba demasiado extravagante y presumido. Su voz en falsete se me revelaba tan aguda como falsa, valga la redundancia. Aunque no dejo de reconocer que forma parte de los grandes nombres de la música amplificada de los años ochenta, nunca adquirí un disco suyo. Me atraían otros guitarristas y otras voces. Con todo, Prince o el “innombrable”, como durante un tiempo quiso ser reconocido, forma parte ya de la historia de la música pop mundial y su Purple rain seguirá escuchándose por doquier, incluso cuando dejemos de reproducirla “in memoriam”. Descanse en paz.

jueves, 21 de abril de 2016

Violencia tectónica

Derrumbes en Ecuador
Siempre causan temor las convulsiones con las que la Tierra zamarrea las sólidas construcciones que el ser humano cree edificar sobre su corteza y cuya destrucción provoca la muerte de cientos de personas, aplastados o atrapados bajo los escombros. Estas violentas manifestaciones de la naturaleza cogen desprevenidos a los habitantes de las zonas proclives, a pesar de los sismógrafos y las previsiones con que los científicos intentan contrarrestar sus efectos destructivos. Estos terremotos, como los tsunamis o las inundaciones, anulan la soberbia del ser humano que cree poder enfrentarse, con su inteligencia y tecnología, a unos fenómenos telúricos de violencia devastadora.

Ello es, precisamente, lo que ha ocurrido hace unos días, de manera casi simultánea, con dos terremotos que han sacudido violentamente a Japón y Ecuador, como si esos países, que se ubican en extremos opuestos del mundo, hubieran sufrido los efectos de una única presión que ha hecho temblar la superficie de la Tierra. En el plazo de 24 horas, un potente seísmo, de magnitud 6,4 en la escala de Richter, causaba en el sudoeste de Japón cerca de 50 muertos y obligaba evacuar a más de 100.000 personas. Otro aun más letal, de magnitud 7,8, ocasionaba una catástrofe en la zona costera de Ecuador, donde dejaba un balance provisional de más de 500 muertos, miles de desaparecidos y cerca de 20.000 personas sin techo. Este último terremoto está siendo, porque todavía persisten las réplicas, el peor seísmo que ha sufrido el país sudamericano en las últimas décadas.

Tales temblores, debidos a la colisión de placas tectónicas que se desplazan lentamente por debajo de la corteza terrestre, son habituales sobre unas fracturas, denominadas fallas, que se forman en el punto de fricción de dos placas. Una empuja a la otra, introduciéndose por debajo o por encima de ella, con tal fuerza que eleva las montañas y, de vez en cuando, libera tal cantidad de energía que hace temblar todo lo que está situado sobre ella, tierra o mar, provocando terremotos o maremotos.

Aparte de la coincidencia temporal, ambos terremotos comparten la característica de estar ligados al “Cinturón o Anillo de fuego del Pacífico”, brecha en la que convergen las placas del lecho marino con la continental, provocando una presión tan enorme que, tras acumularse durante cientos de años, se libera de forma brusca en forma de terremotos de gran intensidad. La mayoría de los seísmos del mundo tienen lugar en algún punto del Anillo de Fuego.

Derrumbes en Japón
A pesar de conocerse las causas por las que se producen estas violentas sacudidas de la corteza terrestre, apenas se toman medidas para contrarrestar sus efectos más mortíferos. La irracionalidad imprudente del ser humano lo lleva a establecerse en zonas de riesgo sísmico, a construir sobre cauces secos por donde discurrirán las aguas de una inundación o a los pies de un volcán. Saber, como se sabe, que se está viviendo sobre una falla debería hacer extremar las precauciones que minimicen las consecuencias de un más que probable temblor de tierra, como los sucedidos en Japón y Ecuador. Siendo de magnitudes similares, el de Japón ha provocado menos víctimas mortales que el de Ecuador, fundamentalmente por la precaución nipona de construir sus edificaciones con medidas antisísmicas, cosa que no se ha previsto en el país sudamericano, donde el número de fallecidos es diez veces mayor que el del país asiático.

Parece evidente que la peligrosidad de estos violentos fenómenos tectónicos procede antes de la imprudencia humana que de la fuerza desatada de los mismos. Cabe esperar, por tanto, que tras el rescate de las víctimas y la prestación de todas las ayudas necesarias para la reconstrucción de las zonas afectadas, las autoridades decidan adoptar las medidas que la ciencia y la técnica permiten para evitar exponer a la población a los riesgos evitables de un terremoto. No todo ha de ser lamentaciones y hay responsabilidades que asumir cuando se quiere determinar por qué unos terremotos causan más víctimas que otros, dependiendo del país donde se produzcan.

martes, 19 de abril de 2016

Lo público y sus servidores


No son buenos tiempos para los trabajadores de la función pública, esos empleados que ejercen su profesión en cualquiera de las administraciones del Estado y que materializan las prestaciones y los servicios que éstas ofrecen al conjunto de los ciudadanos a través de escuelas, juzgados, hospitales, comisarías de policías, etc. No son buenos tiempos porque, en medio de una crisis que ha acarreado paro y empobrecimiento generalizados, los funcionarios han sido cuestionados por ser presuntamente unos privilegiados gracias a la estabilidad de su empleo -al que cualquiera puede optar si reúne los requisitos exigidos y aprueba las convocatorias de acceso- y por constituir un colectivo que representa, para algunos, un “gasto” insoportable para el Estado, dado su volumen (al parecer sobran médicos, jueces, maestros, etc.) y el escaso rendimiento de su trabajo (al parecer, también, la iniciativa privada es más eficaz).

Resulta cansino, a estas alturas, tener que desmentir tales críticas y demostrar la necesidad imprescindible de los empleados públicos como instrumento del Estado de Bienestar para garantizar derechos y libertades de los ciudadanos mediante políticas que extiendan entre la población la igualdad de oportunidades y la provisión de servicios, prestaciones y ayudas sociales. Ya es de sobra sabido que esta crítica procede de determinados intereses ideológicos o empresariales que comparten el objetivo de que sea la iniciativa privada (el mercado) la que satisfaga las necesidades básicas de la población y provea los servicios que la gente demanda, evidentemente previo pago de su coste. Los que denostan la provisión pública de estas iniciativas parten del convencimiento de una supuesta eficiencia del sector privado frente a lo que tildan como derroche en lo público. Ocultan deliberadamente que sólo los que puedan costeárselos –es decir, hacerlos rentable- podrían acceder a una cartera de servicios de titularidad privada. Y al ocultar este detalle (discriminatorio), soslayan, de paso, que la garantía de las prestaciones de carácter universal sólo es posible desde el sector público, que no discrimina al usuario por su condición económica, sino que atiende a todos por igual: pudientes o insolventes.

Pero más allá de ese debate ideológico (que se solventa en las urnas), prevalece el infundio sobre la secular “indolencia” del funcionario, repetidamente señalado por no rendir en su trabajo con la debida eficiencia y productividad. Se trata, igualmente, de una acusación simplista que sería fácil rebatir desde la comparación objetiva del trabajo desarrollado en cualquier organismo o institución pública con el que se realiza en los de titularidad privada, de dimensiones y funciones equiparables, ya sean universidades, hospitales, empresas de seguridad o cualesquiera asistenciales de la población. La única diferencia se hallaría en el objeto último de la empresa, puesto que las de índole privado están enfocadas a la obtención de beneficios económicos, lo que supedita el alcance y los servicios que presta, mientras que las de titularidad pública se centran en la prestación de tales servicios, aun no sean rentables. Por todo lo demás, salvo matices, son semejantes unas y otras a la hora de desarrollar su cometido.

No obstante, es posible señalar algunas peculiaridades que distinguen la actitud del personal de una empresa privada y el de la pública. En ambas puede haber trabajadores diligentes y trabajadores poco efectivos. Pero mientras en la privada es susceptible controlar al empleado con la mera advertencia de la posibilidad de un despido (cosa cada vez más fácil y barata gracias a la última Reforma Laboral), en la pública es bastante difícil –por no decir imposible- utilizar este argumento como coacción para estimular el rendimiento laboral, ya que el funcionario disfruta de estabilidad en su trabajo. La verdad es que la inmensa mayoría de los trabajadores públicos cumplen con sus obligaciones con honestidad y diligencia, esforzándose en su cometido pese a las insuficiencias y limitaciones con las que tropiezan. Se comportan como auténticos servidores públicos a la hora de ejercer su trabajo, aunque soporten la incomprensión de los usuarios, carguen con la mala imagen de la función pública y no estén reconocidos ni adecuadamente remunerados por su labor.

Desgraciadamente, los que derrochan vocación en su trabajo han de aguantar y contrarrestar la actitud de una minoría de compañeros que utilizan la burocracia en beneficio propio para bajar el rendimiento. Los integrantes de esa minoría, auténticas manzanas podridas, son los que contagian a la totalidad del funcionariado el sambenito de la indolencia que cala entre la población. Individuos desilusionados que abusan de su posición en la Administración para cumplir lo menos posible en su cometido, ajustándolo a lo que subjetivamente consideran adecuado para lo que ganan. No están dispuestos a suplir con dedicación los obstáculos que puedan hallar o, lo que es más grave, los que levantan ante el ciudadano cuando los atienden y son incapaces de facilitarle la gestión de sus asuntos. Conforman una minoría, como se ha dicho, pero destacan y desprestigian a todo el colectivo porque se comportan como servidores, a su antojo, de lo público, y desmoralizan a la mayoría de funcionarios que procede con vocación y honestidad.

Claro que la gran culpa de esta situación la tiene una dirección más politizada que profesional en la cúpula de los organismos y empresas públicas. Directores, gerentes y demás altos cargos de responsabilidad son cubiertos por personal de libre designación en donde prima el partidismo más que la idoneidad profesional. Hace años que se ha diagnosticado la ausencia de una verdadera carrera profesional para la dirección pública en la Administración, en la que los puestos sean ocupados por funcionarios cualificados y en virtud a méritos objetivos. Si a la baja calidad de la dirección se añade un estatuto laboral demasiado rígido, que trata por igual a quien rinde como al que no, al que se forma y actualiza sus conocimientos como al que vegeta, se comprenderá perfectamente la permanencia, aunque vaya disminuyéndose muy lentamente, de estos males que empañan la imagen de la función pública.

Con todo, abundan los servidores públicos que se esfuerzan por ejercer como corresponde su trabajo, se desviven por cumplir con sus obligaciones y dan todo de sí por satisfacer lo que se demanda de ellos. Funcionarios que permiten que el servicio público que a través de ellos se presta se materialice de manera diligente y justa. Normalmente son invisibles, pero nos acordamos de ellos cuando los necesitamos, aunque no podamos costeárnoslo. Esa es la diferencia entre lo público y lo privado.

viernes, 15 de abril de 2016

Voces


Siempre hay voces que me acompañan, voces que me hablan en silencio, sin articular palabra pero que oigo perfectamente en mi cabeza. Esas voces hablan directamente a mis pensamientos y entablan diálogos con ellos y llegan a influir en las decisiones que tomo. Me ayudan a formar una opinión porque participan de los debates y las reflexiones en los que constantemente ando pensando. Sin embargo, las voces son más nítidas cuando expresan sentimientos y me despiertan emociones, voces que generan estados de ánimo que pueden acabar dibujando una sonrisa o una lágrima en mi rostro. Me susurran lo que puedo escribir si quiero escribir lo que ya está escrito en alguna parte, y me hacen sentir lo que ya he sentido en otras ocasiones y se ha perdido en la memoria. Antes de hablar, me hablan esas voces desde lo más profundo de mi interior para hacerse oír con las palabras que pronuncio. Me invitan a vivir sin miedo, a no quedarnos sentados y en silencio, porque el arma más poderosa que tenemos es la voz, son las palabras, es hablar y comunicar para relacionarnos y convivir. Voces que me recuerdan a cada instante “tú eres voz”, como esta vieja canción de John Farnhan.


jueves, 14 de abril de 2016

Panda de pillos


Estamos curados de espanto ante cada nuevo escándalo que viene a confirmar que este país es fértil en delincuentes y corruptos. Un país en el que proliferan pandillas de golfos que campan en la política, las empresas y las finanzas robando y saqueando a la institución o corporación que parasitan, con la impunidad que les confiere ser representantes de la soberanía popular o mantener amistad y estrechas relaciones con los detentadores del poder. Se caracterizan estos pillos por esquilmar los recursos económicos de la nación para su propio, exclusivo y privado beneficio. Son expertos en “llevárselo calentito” gracias, no a una habilidad o inteligencia superiores, sino a la desfachatez e inmoralidad con que se comportan. Abusan de la confianza de la gente, que les vota o aclama profesionalmente, para acceder a cargos y puestos desde los que desvalijan lo que no les pertenece mediante la prevaricación, el cohecho, el fraude fiscal, la apropiación indebida o cualquier otro procedimiento ilícito. En muchas ocasiones, tales sinvergüenzas tienen el descaro de presentarse como adalides del patriotismo más altruista o la dedicación pública más generosa, pero no vacilan en exigir, por imposición legal, el sacrificio de los demás ciudadanos para que acarreen con los desmanes que ellos y otros de su misma calaña ocasionan a las arcas públicas. Nos subrogan deudas y déficits que pagamos entre todos, salvo ellos, listísimos pillos, que ponen sus botines a buen recaudo y lejos de Hacienda.

Tal es la sensación que se desprende de la lectura de los llamados papeles de Panamá, un informe periodístico que desvela la avaricia, la rapiña y la hipocresía de los que ocultan sus fortunas en paraísos fiscales para eludir pagar impuestos en nuestro país, ese al dicen amar los significativos titulares de aquellas cuentas opacas. Desde la hermana del Rey-padre hasta un ministro del Gobierno, pasando por un novelista enviagrado, un músico señoritingo, un deportista importado o un actor cuentaminado, son algunos de los que han balbuceado tibias excusas o justificaciones de excelsa inocencia y han denostado la enorme afrenta a su integridad y dignidad que les ocasiona el revuelo mediático de unos datos que, no obstante, no pueden demostrar que sean falsos o erróneos categóricamente. Toda la sabiduría que demuestran en sus oficios, suficiente para delinquir, sólo les sirve para acusar al mensajero y no para rebatir fehacientemente el mensaje. Pretenden que no se conozca lo que siempre se ha sabido: que los ricos hacen lo imposible por pagar menos al fisco, lo que incluye abrir cuentas en el extranjero donde ocultar patrimonio y fortunas. Nada nuevo bajo el sol de España, ahora y antes.

Esta panda de pillos jalona la historia moderna de este país, salpicándola de escándalos por robos y corrupción hasta convertirlos en el principal problema del que adolece nuestra democracia. Ni el paro ni el terrorismo despiertan en la actualidad tanta preocupación en los españoles, hartos de asistir un día sí y el otro también a la aparición de nuevos episodios de una corrupción que se ha vuelto sistémica. Los naseiro, filesa, roldán, juanguerra, marbella, palau, pretoria, gürtel, rumasa, javierdelarosa, conde, fabra, díazferrán, bárcenas, eres, granados, bankia, pantoja, nóos o pujol son meros capítulos de una actividad delictiva que muda de nombre pero se mantiene intacta en la estructura institucional, financiera, empresarial y económica de este país contaminado por la corrupción. De nada valen procesos penales ni condenas de cárcel para los pobres descarados que pillan “in fraganti” cometiendo fechorías porque los rendimientos lucrativos de las mismas compensan, con creces, el precio de unos cuantos años metidos entre rejas. Algunos, encima, sacan provecho de la cautividad para presumir de víctimas del sistema, de venganzas políticas o tramas mafiosas, pero jamás para devolver los caudales robados y camuflados tras una tramoya de testaferros y empresas fantasmas.

“Luis, sé fuerte” es la frase icónica de una connivencia y complicidad entre el poder y los delincuentes que revela la extensión y la profundidad de un mal que afecta desde las más altas instancias del Estado hasta el más humilde de los ciudadanos, aquel que prefiere no pagar el IVA de una factura a ser honesto con sus obligaciones legales. Un contexto social de permisividad y negligencias con el delito fiscal que favorecen, cuando no justifican, la existencia de estos comportamientos indecentes e inmorales a cualquier nivel. Porque si, siendo lechones, intentamos ahorrarnos ilícitamente algún impuesto o tasa, cuando nos convertimos en cerdos actuamos como tales: eludiendo, evadiendo y blanqueando todo lo que podemos. La panda de pillos en que nos hemos convertidos explica la proliferación de delincuentes que, de arriba abajo, soporta nuestra sociedad sin que ninguna revolución, ningún rechazo multitudinario, ni siquiera una dimisión, provoque en los ciudadanos más que inútiles comentarios jocosos de taberna y golpes de pecho tan falsos e hipócritas como los propios ladrones. Y es que no podemos evitarlo: somos los auténticos creadores de la picaresca en cuanto tenemos oportunidad de demostrarlo, como Mario Conde cuando salió de la cárcel y a la que vuelve a entrar por lo mismo. Por pillo.

lunes, 11 de abril de 2016

Soledad multitudinaria


Es bastante común, en sociedades como la nuestra, sentirse solo rodeado de una cantidad ingente de gente, vivir aislado en medio de una multitud a la que le es indiferente nuestra presencia. No hace falta que se hayan roto los lazos que nos unen a familia y amigos para sufrir esa sensación de soledad que puede volverse crónica a medida que insistimos en no claudicar a las exigencias sociales para resultar aceptados e invitados a compartir espacios con los demás. Tampoco hace falta ser un extraño o un apestado para que una burbuja se hinche a nuestro alrededor, separándonos del colectivo del que, no obstante, formamos parte. A lo largo de toda mi vida he padecido en muchas ocasiones ese vacío a mi alrededor, esa falta de contacto con los otros, más por decisión propia que por causa ajena. Porque he sido yo, y no por culpa de otros, el que se ha ubicado en un aislamiento a veces deseado, y otras, involuntario. Inaptitudes, miedos o prudencia son parte de los motivos que predisponen a convertirnos en un ser solitario antes que en componente gregario de cualquier grupo. Es decir, existen más factores personales que extraños que nos hacen tender hacia la soledad, aunque no seamos conscientes de esa tendencia más que cuando nos lo reprochan los que intentan corregirnos o ayudarnos.

Sentirse solo no es cuestión de edad ni de un momento determinado de la existencia. Desde mi más tierna infancia, me sentía diferente en la escuela al creerme más torpe que cualquier compañero y al alejarme de los juegos que consideraba violentos, exigían fortaleza o contacto físico y precisaban de alguna habilidad de la que siempre carecía, sin importar cual fuera. Rehuía de pandillas y vigilaba a los demás desde la distancia para evitar encontronazos que me empujaran a participar en grupos o juegos indeseados por temor a fracasar o defraudar las expectativas que pudiera despertar. Nunca me integré entre los revoltosos de clase ni entre los empollones, transitando prácticamente invisible por la vulgaridad de los que apenas se distinguen de la masa anodina y pacífica y a la que hasta los profesores les costaba trabajo identificar e individualizar. Buscaba refugio y compañía en libros, en los tipos de letras con que estaban impresos, en sus fotografías e ilustraciones y hasta en su encuadernación, más por curiosidad y distracción que por afán de estudio. En esos tiempos imberbes, me daba por deambular solitario por patios y jardines, y fuera del horario escolar, por los alrededores de la casa y del barrio. Me había convertido en una especie de vagabundo camuflado entre el alumnado de un colegio y los niños de una vecindad, lo que no me eximió de peleas y chichones que afianzaron mi rechazo a la bulla y las multitudes. Ya de chico era un preso de la soledad, aunque estuviera acompañado de compañeros, amigos y familiares.

Pero de adulto también estaba prendido por ella. Aprendí a crearme una coraza con la que podía, en cualquier situación, “estar a mi bola”, retraerme a divagar en mis pensamientos aunque estuviera en medio de una multitud. Así, me enfrascaba en ideas o elucubraciones mientras era zarandeado por la gente en un autobús atestado, sin fijarme siquiera en el rostro de quien tenía enfrente ni en la vestimenta que llevaba. Mi vista se fijaba en un punto por encima de las cabezas, perdido en una lejanía más allá del techo, y en dirección contraria a la que todos miraban. Tal habilidad supuso concentrarme, cuando accedí al mundo laboral, en lo que estuviera haciendo, aunque compartiera espacio con otros compañeros que no dejaban de hablar e incluso llamarme sin que yo me percatara. Nunca pertenecí a ninguna peña, cofradía, partido o asociación que obligara mantener contactos en asambleas, reuniones o actividades con otros miembros. Hasta dejé de acudir a las reuniones de la comunidad de propietarios, limitándome a cumplir con las cuotas y los acuerdos que adoptaran. Mis relaciones sociales se limitaban a contados amigos con los que me reunía esporádicamente y mejor en alguna casa antes que en un establecimiento público. Y, puestos a salir, me encantaban los horizontes abiertos y la naturaleza silvestre a los sitios cerrados o los espacios ocupados por las multitudes, como las playas en verano. Incluso, cuando la familia se empeñaba en visitarme a tropel, solía dejarla reunida en el salón para retirarme a la tranquilidad solitaria de mi despacho para apurar la prensa, un libro o un sueño. Tal era mi alergia a la gente que prefería las sesiones tempranas del cine para esquivar el horario de las abarrotadas y, he de reconocerlo, los comentarios en voz alta, las consultas al móvil o los ruidos de masticar o tragar de los que no saben comportarse ni te dejan ver una película en silencio.

Ahora que estoy a punto de jubilarme, sigo siendo un terco de la soledad y valoro sobremanera ese tiempo dedicado a la introversión más que cualquier otra diversión o tarea a la que pueda entregarme. Pero soy consciente de que se trata de un tipo de soledad autoimpuesta, un refugio para tímidos y desconfiados de sí mismos y de los demás, y no esa angustiosa soledad de los abandonados a su suerte, de los rechazados por los demás, de los que han perdido familiares, amigos, salud, empleo o estima y sobreviven al pairo de la indiferencia y el desprecio de los que apartan su mirada, el gesto y la ayuda para no verlos, como si no existieran. Son dos soledades distintas: una es multitudinaria, siempre rodeada de gente dispuesta a acogerte, y la otra es náufraga, flota entre la indiferencia del gentío y se hunde inevitablemente en la miseria, la enfermedad y el desarraigo más inclementes.

En definitiva, soy consciente de ser afortunado de disfrutar de una soledad multitudinaria, concurrida de afectos. Un lujo.    

viernes, 8 de abril de 2016

¡Malditas sevillanas!


No me refiero a las personas del sexo femenino nacidas en esta tierra, benditas criaturas, sino al tipo de música que ya está machaconamente sonando por doquier y va a ser el estruendo perenne en el recinto ferial durante la semana próxima en Sevilla. Es la música más ruidosa y monótona que existe, como un martilleo sonoro que embrutece al que la escucha por gusto o no tener más remedio. A veces es inevitable, aunque no creo que nadie pueda estar mucho tiempo escuchando ese soniquete musicalmente bastante simplón, basado en un ritmo tres por cuatro repetitivo, pero hiriente y doloroso. Se corre el riesgo de sufrir sordera o, lo que es peor, un aturdimiento que impide distinguir melodía de ruido.

Las letras de estas canciones, por llamarlas de alguna manera, adolecen también de matices enriquecedores, ya que se limitan a expresar, pretendiendo un lirismo que es a la poesía lo que una chancla al calzado de piel, vulgares estereotipos sentimentales, profundamente machistas. Amores y sus desengaños, emociones supuestamente románticas, querencias por un lugar, un tiempo o lo bonito que es un caballo cuando le habla a la yegua camino del Rocío. Si las feministas no estuvieran narcotizadas por este canto endemoniado, tendrían trabajo para el resto del año denunciando a compositores y emisoras por escribir y divulgar alegatos vejatorios contra la mujer, sometidas a unas relaciones humillantes que enaltecen valores machistas, incluso cuando se casan con un enano para hartarse de reír.

Claro que peor aún es el baile: giros y taconeos que instrumentalizan a la mujer como objeto de deseo, emperifollado de volantes cual flor de pétalos multicolores, a la que se puede admirar, insinuar y conseguir durante unos minutos frenéticos, mientras la música atruena ensordecedora entre palmas y rasgueos de guitarra. El hombre, en el baile por sevillanas, acosa a la mujer con vueltas y revueltas, como si la toreara hasta lograr su rendición cuando ella permite que la roce, al final de cada palo, con un gesto que simula el triunfo de la seducción.

Pero si la música, las letras y el baile son insufribles, más insoportables son aún el ambiente y las distinciones sociológicas que han de guardarse en la fiesta por excelencia de Sevilla, su Feria de Abril. Todo el recinto y la vida que allí bulle están movidos por la más descarada pulsión exhibicionista que la psiquiatría pueda analizar. Todo el mundo intenta aparentar ante amigos y desconocidos una felicidad fugaz y un poderío fatuo que evidencia groseramente el distingo de clases sociales entre quienes poseen casetas que emulan ricos palacetes y los mirones y gorrones que contribuyen a dar calor, color y empujones al espectáculo público de las vanidades. Y todo ello al son de las inaguantables y reiterativas sevillanas.

Añádase al conjunto de miserias descrito caballistas engreídos, carretas avasalladoras y la mierda de los equinos, amén de innumerables puestos de mercancías diversas, atracciones feriales con sus sirenas, circos, colapso circulatorio por toda la ciudad, precios encarecidos cuanto menor es la calidad de lo que se consuma y la inefable visita de políticos y parásitos de la farándula, con sus correspondientes cortejos de aduladores, y comprenderá que, rehuir de tamaña agresión, es más precaución física y mental que intransigencia personal. Por eso, en cuanto escucho unas sevillanas, me alejo todo lo que puedo, poniendo tierra por medio, no vaya a ser que sucumba yo también al entontecimiento colectivo, en el que unos pocos se forran y la mayoría se entrampa hasta el año que viene. ¡Ole!  

miércoles, 6 de abril de 2016

La remota posibilidad de formar gobierno


España lleva más de tres meses, tras la celebración de las últimas elecciones generales en diciembre pasado, esperando la formación de un gobierno conforme al resultado de las urnas. Acostumbrados desde la restauración de la democracia a un bipartidismo que se alternaba en el poder con el apoyo mayoritario de los ciudadanos, los cuales otorgaban mayorías absolutas o suficientes para ello, nadie en esta ocasión puede asumir la tarea de gobernar en solitario. Un parlamento fragmentado, que expresa la diversidad de la sociedad española, obliga ahora a la adopción de acuerdos entre las distintas minorías allí representadas a la hora de conseguir los apoyos que posibiliten la investidura de un candidato a presidir el Gobierno. Sin acuerdo parlamentario o de coalición no hay manera de formar gobierno. Se trata de una posibilidad remota si todos los que pueden conjurarse para un pacto se empeñan en negar los apoyos, bien votando a favor o bien absteniéndose, para aglutinar una mayoría que sustente al dispuesto a gobernar. Por primera vez en España ningún partido obtiene mayoría absoluta o suficiente, por lo que es imprescindible el pacto entre minorías para constituir un nuevo gobierno que encare los problemas del país, que no son pocos.. Pero los partidos no acaban de ponerse de acuerdo y todo apunta, tras más de cien días de infructuosas negociaciones, que habrá que repetir otras elecciones para ver si unos nuevos resultados facilitan la elección presidencial.

Desde el mismo día de los comicios, cuando el recuento de votos permitía adivinar el resultado final, apuntábamos en este blog el arranque de un tiempo nuevo en la democracia española que obligaría al diálogo y los acuerdos para conformar mayorías que faculten la gobernabilidad del país. E indicábamos que ello sería, en sí mismo, bueno para una oportuna regeneración del sistema político por cuanto nadie podría, como era costumbre, imponer sus únicos criterios sin atender los de otros grupos afines o contrarios. Un tiempo nuevo que traería la necesidad de entendimiento entre distintas formaciones y tener que admitir las aportaciones o enmiendas de cuantos participen a sostener al Gobierno. El fin del bipartidismo y la aparición de nuevos partidos emergentes eran saludados, entonces, como una bocanada de aire fresco que vendría a renovar la cargada atmósfera viciada de la política en España. Y confiábamos en la capacidad de las distintas formaciones políticas para anteponer los intereses generales del país a los suyos propios, actuando con alturas de miras y sentido de la responsabilidad. Pero, por lo visto, erramos en la apreciación..Más de cien días sin poder formar gobierno son demasiados para demostrar la incapacidad de los partidos al pacto y la negligencia en atender el mandato de los ciudadanos: constituir un gobierno que refleje la pluralidad de los votantes.

Queda un último esfuerzo. El que intentarán en tiempo de prórroga PSOE, Ciudadanos y Podemos, a partir de mañana, para mantener unas negociaciones tripartitas, presididas por el pesimismo que generan las enormes diferencias existentes entre las tres formaciones. Van a buscar ese acuerdo al que no han sabido o podido llegar hasta ahora, aunque sean conscientes de que los tres partidos están condenados a entenderse si pretenden desalojar al Partido Popular y a su líder, Mariano Rajoy, del Gobierno. No hay posibilidad de otra aritmética para sumar los apoyos suficientes, salvo la “gran coalición” que propone el Partido Popular para conservar el Poder, que ahora ejerce en funciones, negándose a ser controlado por el Parlamento.

PSOE y Ciudadanos acuden a esa reunión con el pacto de gobierno que fue rechazado por el resto de los grupos parlamentarios para investir al candidato socialista como presidente de Gobierno en marzo pasado. Ambos socios persiguen que se sume a ese acuerdo Podemos, aunque Ciudadanos preferiría que fueran los Populares los que indirectamente apoyasen la investidura del líder socialista mediante su abstención. Podemos desconfía de ese pacto porque considera que las medidas económicas que contempla son idénticas a las implementadas por el Partido Popular y que han supuesto recortes, empobrecimiento generalizado de las clases medias y trabajadoras y disminución de las prestaciones sociales. Y Ciudadanos, y en menor medida el PSOE, no se fían de los compromisos adquiridos por Podemos para convocar referendos que materialicen el “derecho a decidir” en aquellas comunidades que lo exijan con especial intensidad. Ambos partidos, PSOE y Ciudadanos, no admiten ese supuesto derecho de autodeterminación que el referéndum ofrece a las aspiraciones de independencia de algunos territorios, como Cataluña, País Vasco o Galicia. Las desconfianzas y los recelos, por tanto, son enormes entre quienes entablan mañana negociaciones para alcanzar algún acuerdo de gobernabilidad y anteponen estos asuntos como grandes “líneas rojas” que ninguno de ellos tolerará sean rebasadas bajo ningún concepto. Al menos, en principio, antes de sentarse en la mesa.

Con todo, la mayor dificultad para llegar a algún pacto entre formaciones que vigilan con celo la repercusión que ello pueda tener en sus posibilidades electorales es, realmente, esa actitud táctica con la que miden los “pro” y los “contra” de cualquier acuerdo en función de sus intereses partidistas en vez de los que convienen al país. Ello es lo que ha impedido hasta ahora entenderse. En esta ocasión, en cambio, los tres partidos que tantean con mayor predisposición un posible acuerdo acuden a la negociación con la presión del calendario, que aboca a nuevas elecciones si no rubrican un pacto de legislatura o un gobierno de coalición. El temor a repetir las elecciones procede de los sondeos que vaticinan el castigo de los votantes a quienes juzguen culpables de no ponerse de acuerdo para garantizar la gobernabilidad y estabilidad que reclama el país. En tal caso, los concernidos aborrecen tener que explicar qué importantes condiciones partidistas prevalecieron sobre los intereses generales de los españoles, hasta el punto de impedir formar gobierno y convocar nuevas elecciones.

Por ello, y aunque sea casi imposible, parece que esta vez se puede conseguir coronar un acuerdo de mínimos que posibilite que Pedro Sánchez sea investido presidente de Gobierno, con el apoyo de unos y la abstención de otros. A pesar de las diferencias programáticas y las exigencias mutuas, existen varias posibilidades para la constitución del próximo Ejecutivo, que pasan por un Gobierno de coalición PSOE y Podemos, con el apoyo de Ciudadanos desde la oposición, o bien PSOE y Ciudadanos, y Podemos reservándose la llave parlamentaria desde la oposición. Para ello sólo es necesario que Podemos ceda en lo relativo al programa económico de Ciudadanos, ya pactado con el PSOE, y que Ciudadanos ceda al programa social de Podemos, con las limitaciones de gasto establecidas por Bruselas. Todo lo demás se abordaría en negociaciones puntuales en el Congreso a la hora de aprobar iniciativas legislativas del Gobierno o  proposiciones de ley y mociones de las Cortes. Si la voluntad de los que se reúnen mañana es formar gobierno y no buscar argumentos para declararse incompatibles unos con otros, disponen de la última oportunidad para lograrlo. De lo contrario, los votos en unas nuevas elecciones reflejarán la frustración del electorado, harto de cambalaches partidistas.

lunes, 4 de abril de 2016

¿Mejor que ayer y peor que mañana?

Cuesta trabajo asumir, como sostiene el novelista Mario Vargas Llosa durante un homenaje reciente con ocasión de su 80 cumpleaños, que “el mundo está hoy mejor”, teniendo en cuenta las dificultades (guerras, terrorismo, crisis) que asolan este valle de lágrimas. Cuando todavía no han sido apresados todos los autores de la última masacre producida en Bruselas, donde han muerto más de 30 personas a causa de las bombas que hicieron estallar en el aeropuerto de la ciudad y en un vagón del metro un comando de radicales islamistas, el longevo premio Nobel asegura que “hay motivos para el optimismo” porque “hay menos cosas malas que en el pasado”. Compartir su optimismo obliga a realizar un tremebundo esfuerzo de comparación del presente con el pasado. Y sólo haciendo un detenido repaso con cierto rigor y circunscrito al mundo occidental se puede estar de acuerdo con el escritor peruano y su visión idealizada del momento actual para admitir, aún a regañadientes, que el mundo está, efectivamente, mejor que ayer, aunque nada de lo que vemos garantice que esta situación vaya a ser peor que la de mañana. Parafraseando un lema que comercializaba el amor, Vargas Llosa asegura que hoy estamos mejor que ayer, pero peor que mañana.

Sin embargo, la Europa convulsionada por el terrorismo nos trasmite la sensación de estar, a día de hoy, peor que en el pasado, puesto que la seguridad en la que confiaban los ciudadanos ha desaparecido de nuestra cotidianeidad. Ningún gobierno está en condiciones de asegurar la vida de sus ciudadanos. Las bombas pueden estallar en cualquier lugar y en cualquier momento, buscando siempre el mayor número de víctimas inocentes posible. Hay sobrados motivos para que este rincón del planeta se sienta vulnerable a los ataques arbitrarios perpetrados por organizaciones terroristas de cariz islamista, pues desde hace, cuando menos, una década que comandos yihadistas parecen obsesionados en atacar nuestro modelo de convivencia, basado en la democracia como marco legal que garantiza la libertad, la igualdad y el bienestar como derechos inalienables de los ciudadanos.

Resulta, así, innegable que el suelo europeo, en particular, y el mundo occidental, en general, emergen como escenarios de atroces atentados que han segado la vida de centenares de personas que ignoraban estar involucrados en guerra alguna. Nadie les había advertido que podían ser víctimas mortales de un fanatismo sin fronteras. Los artefactos explosivos en el metro de Madrid en 2004, del autobús de Londres en 2005, las masacres indiscriminadas en París contra el semanario Charlie Hebdó y la discoteca Bataclán en 2015 y, por último, los atentados en Bruselas de hace unos días, inducen a pensar que, contrariamente a lo expresado por el novelista, vivimos ahora peor que en épocas pasadas, y que la paz y la seguridad son metas que se antojan inalcanzables, lo que presagia un mañana aún peor, pleno de dificultades.

No obstante, la realidad es distinta cuando la sometemos a comparación con el pasado. El fenómeno terrorista en Europa reviste un carácter residual, a pesar de la percepción, sobre todo mediática, que se tiene de él. Según Global Terrorism Database, la inmensa mayoría de los actos terroristas perpetrados por organizaciones radicales islamistas se centran en países musulmanes, fundamentalmente en Oriente Medio y Asia Central (Irak, Pakistán, Siria, Afganistán, Nigeria). Europa padece el 0,1 por ciento de tales atentados y brinda un porcentaje proporcional en cuanto al número de víctimas. De las 72.000 personas muertas a manos del terrorismo en el mundo, desde el año 2000, en Europa han perecido unas 300 personas por tal motivo. En el mundo occidental, es Nueva York la ciudad que ofrece el balance más elevado de fallecidos, cerca de 3.000 personas, tras el ataque a las Torres Gemelas perpetrado por comandos de Al-Qaeda, estrellando aviones convencionales de pasajeros contra ellas.

No es, pues, Occidente sino los países de mayoría musulmana los que sufren y cargan, con creces, con las consecuencias letales del terrorismo, ya que es donde se provoca el mayor número de víctimas mortales por culpa del terror en el mundo, alcanzando el 87 por ciento del total de fallecidos por esta causa. Una sangría que, además de muertos, provoca una avalancha de refugiados que huyen del terror en sus países de origen y que pone a prueba la capacidad de los Estados que se dicen seguros y desarrollados a prestarles ayuda y protección. Ello desmiente el infundio de que con los refugiados se cuela el peligro terrorista en nuestros países. Es una inmoralidad que a los que huyen del terror se les considere, encima, sospechosos criminales o, cuando menos, potenciales delincuentes. Sólo en el aspecto moral estamos hoy peor que antes, al estigmatizar a los que migran de la miseria, las guerras y la pobreza como elementos perjudiciales para nuestra seguridad, bienestar e, incluso, identidad.

Parece evidente, por tanto, que en relación con el fenómeno terrorista no es esta parte del mundo la más perjudicada, aunque ello no garantice una seguridad completa ni hoy ni mañana. Ni que las magnitudes del terrorismo sean hoy semejantes a las de otros períodos del pasado, cuando campaban por sus respetos múltiples organizaciones que convertían a Europa en un infierno del terror de la mano de la banda Baader-Meinhof en Alemania, ETA en España, el IRA en Irlanda, las Brigadas Rojas en Italia y otras de similar y siniestro estilo. Aunque la violencia sanguinaria yihadista pretende hacernos creer en la existencia de una guerra global, ese afán por matarse entre facciones islamistas no representa ninguna “guerra” de civilizaciones ni religiosa, como a veces proclaman (atacan nuestra forma de vida o por considerarnos infieles a su religión), ya que los principales objetivos y víctimas del terror pertenecen al mismo ámbito cultural y religioso de los propios terroristas. Por eso, a pesar del momento convulso que vive Europa a causa del terrorismo, no es éste el mayor problema al que está expuesta esta parte del mundo, aunque influya en gran medida en la percepción negativa del presente en comparación con el pasado.

Pero si en relación con el terrorismo no existen motivos reales para el pesimismo en el mundo occidental en comparación con épocas pasadas, lo mismo cabría deducirse de los conflictos bélicos y las guerras abiertas o encubiertas que jalonan la historia del mundo. Hoy no hay tantos frentes de batalla como antaño. Lo que llevamos recorrido del siglo XXI es una balsa de aceite en contraste con las guerras que caracterizaron al siglo XX. Nos podrá parecer que las revueltas árabes, el enfrentamiento armado en el este de Ucrania o el violento levantamiento del Estado Islámico (ISIS en sus siglas en inglés) que opera en Siria e Irak y que se permite divulgar vídeos de sus atrocidades son, entre otros conflictos, exponentes de un presente atosigado por enfrentamientos armados que no dan pábulo al optimismo. Es verdad que muchos de esos focos de tensión provienen de conflictos no resueltos del pasado, como el palestino-israelí u otros derivados del derrocamiento de dictaduras o diatribas territoriales. Pero la mera comparación del presente con las Guerras Mundiales, el Holocausto, las purgas de Stalin, la Guerra Civil española, las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Vietnam e Indochina, la guerra del Yon Kipur, las dos guerras del Golfo, la de los Balcanes o la de las Malvinas, nos demuestra que, como dice Vargas Llosa, “el mundo está hoy mejor”. Al menos, ahora no nos matamos de forma tan masiva ni tenemos tantas oportunidades como antes.

Incluso en el plano político el avance es, asimismo, esperanzador, ya que la democracia está hoy más extendida que en el pasado, aunque su asentamiento como sistema “menos malo” de gobierno, basado en la soberanía popular y en la dignidad humana que postula la libertad y la igualdad de todos, sin distinción, no ha sido ni fácil ni pacífico en todos los casos. Hoy en día no se concibe más régimen que el democrático y se presiona para que los que todavía no lo son evolucionen hacia él. Aquellos países que se resisten a implantar una democracia plena son percibidos como excrecencias anacrónicas del pasado, caso de Cuba o Corea del Norte, por citar un par de ejemplos. Tras un siglo XX en que hubo auge de dictaduras, la democracia consiguió imponerse, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, en muchos países de Europa, América Latina, Asia oriental y, en último lugar, en naciones de la órbita comunista. Hay que reconocer que ello fue fruto, en gran medida, al desarrollo económico y por exigencias de la globalización, lo que ha permitido que más de la mitad de la población mundial disfrute de regímenes democráticos y viva en países libres, dentro de lo que cabe. En cualquier caso, hoy en el mundo hay menos regímenes dictatoriales y totalitarios que en tiempos pasados, cuando nos avergonzaban el fascismo italiano de Mussolini, el nazismo alemán de Hitler, la dictadura española de Franco, el comunismo asesino de Stalin, las barbaries de Pinochet, Gadafi, Sadam Husein y tantos otros personajes sanguinarios que hoy no se conciben ni se toleran. También políticamente es verdad que el mundo es hoy mejor que ayer.

Se puede concluir, por tanto, tras un repaso somero por la evolución mundial, que en contra de lo imaginado “el mundo hoy está mejor” que en el pasado en casi todos los órdenes que se contemplen, incluido el económico, puesto que, a pesar de la crisis, existe un progreso material como nunca antes. Avances en la nutrición humana, el manejo de alimentos, la lucha contra enfermedades, el control de la salud, la preservación del medio ambiente, la sostenibilidad de recursos y un sin fin de actuaciones encaminadas al progreso y bienestar de la Humanidad que hacen posible evitar las miserias y calamidades del pasado. Y aunque no todo ha sido positivo en la evolución del mundo ni a todos los problemas se les dedica la misma atención y medios (mercado obliga), es indudable que, efectivamente, Mario Vargas Llosa tenía razón al afirmar que hoy estamos mejor que ayer, a pesar de que no podamos sentirnos satisfechos con lo conseguido. Y no lo estamos porque lo logrado no presupone, ni mucho menos, un mañana mejor. La experiencia nos alerta de que siempre nos pueden arrebatar cualquier conquista con alguna excusa útil para recortar derechos, prestaciones y libertades. Puede que el mundo sea hoy mejor, pero ello no nos exime de un mañana peor. La única manera de evitarlo es luchar por preservar todas y cada una de las conquistas que se han conseguido. No hay que bajar la guardia ni caer en optimismos acomodaticios, aunque lleguemos a ser octogenarios.

sábado, 2 de abril de 2016

Abril


Alcanzamos las orillas de abril para adentrarnos en los brillantes prados de la primavera, después de cruzar las cumbres de un invierno templado, de mansedumbre otoñal, que ha claudicado de su rigor descarnado salvo en contados y súbitos arrebatos. Dejamos atrás pendientes tortuosas y grises como la melancolía para recorrer ahora senderos llanos y abiertos hasta el horizonte, donde se confunden en una línea el cielo y la alegría de los días azules. Cruzamos la entrada al reino de la luz y la exuberancia cromática y amorosa de la naturaleza antes de confluir en un verano que se vislumbra tras el jolgorio de las aves y los animales. Abril es frontera estacional que separa la luz de las tinieblas, el calor del frío y la alegría de la tristeza, pero tan inestable como el alma de los inquietos, siempre impacientes por atrapar lo que aún no ha llegado: un tiempo, un sueño, un amor. Abril es verso para la poesía, como la que figura en el Almanaque de Cuadernos de Roldán:

Abril,
de amores mil,
desbarata
portañuelas,
do República
y Primavera
se cuelan.
El Conde de la Casa Padilla