viernes, 18 de noviembre de 2016

¡Un mundo feliz!


Tomo prestado el título a Aldous Huxley para describir lo que ofrecen los populismos que afloran con éxito en los últimos tiempos. Populismos que emergen vigorosos cual setas después del chaparrón de una crisis económica que regó de incertidumbres el terreno e hizo germinar los miedos en nuestras cómodas y confortables sociedades. Entonan cantos de sirena que atraen al electorado con mensajes simples pero rotundos que prometen devolver al pueblo, a la gente, la felicidad que le han hurtado unas élites políticas, económicas o mercantiles, sin que nadie pudiera evitarlo. Y establecen en el discurso una disyuntiva fácil de entender pero tramposa: la existencia de dos bandos: ellos, los otros, las élites, los de “arriba”, malos de solemnidad; y nosotros, los gobernados, el pueblo, los de “abajo”, los buenos de verdad, entre los que se encuentran los populistas, naturalmente. Es un hábil discurso que delimita el campo de batalla y predispone a la acción. Hay que hacer algo para defendernos de “ellos”, de esa “casta” opresora, de esta vieja “política” de privilegios y corrupción que pisotea y exprime al pueblo. Pintado así el panorama, los adalides del populismo y sus acólitos pueden presentarse como salvadores providenciales que, escamoteando con una retórica incendiaria, antisistema y visceral su esencial vinculación con lo que dicen denostar, prometen cielo y tierra, el paraíso terrenal de un mundo feliz, con tal de acceder al poder que tanto cuestionan.

Los líderes e impulsores de estos movimientos nada espontáneos establecen, así, claras diferencias entre los de “abajo” y los de “arriba”, cuando en realidad ellos también pertenecen a estamentos tan elitistas y distinguidos como contra los que, en teoría, se revelan. Profesores universitarios, jóvenes emancipados con formación, patrimonio y relaciones de los que se sirven para ganarse la vida dictando clases trufadas de proselitismo político, asesorando gobiernos de discutible lealtad democrática y dándose a conocer mediáticamente gracias a su dominio de las redes sociales. O bien, profesionales liberales que no necesitan ejercer para dedicarse a porfiar el espacio político a unas carcomidas formaciones tradicionales con las que comparten ideología y modelo social. Hornadas de hambrientos cachorros capaces de comerse a su padre político. Incluso, hasta controvertidos personajes multimillonarios, aburridos de ganar dinero, que invierten en su propia campaña electoral para encabezar la ira de los descontentos y castigados por un sistema que posibilita a estos magnates hacer de heréticos libertadores, dispuestos a “limpiar” de mugre el establishment al que se incorporan con gusto y ganas, aunque no tengan ni experiencia ni proyecto coherente que avalen sus pretensiones. En definitiva, en esta diatriba de “ellos” contra “nosotros” cabe de todo, a condición de que se condimente adecuadamente con oportunas dosis de nacionalismo xenófobo y vindicaciones a los que son atacados injustamente, con apelaciones constantes al sufrido pueblo. Estas son las caretas con las que se presenta, hasta el momento, el populismo en los países en que ha hecho aparición para quedarse.

No son torpes ni espontáneos, como decimos, sino extremadamente listos para aprovechar las circunstancias favorables de cierta inestabilidad y general descontento. Hacen un diagnóstico muy acertado de la realidad e identifican con precisión los problemas o amenazas que la aquejan, pero ofrecen soluciones o bien alejadas de las posibilidades reales del país, o bien basadas en un proteccionismo, económico, cultural o étnico, demagógico y en ocasiones ultramontano. Surgen en momentos como los actuales, caracterizados por la desconfianza y las incertidumbres, abanderando soluciones simplistas para problemas complejos que acogotan a los ciudadanos hasta el extremo de hacerles preferir charlatanes antes que a una política que se limita a prometer lo posible, no a ofrecer lo imposible.

Ejemplo de ello es Donald Trump, un imprevisible paternalista ambicioso que acaba de conquistar la Casa Blanca de Estados Unidos, aupado en la frustración de los vapuleados por la globalización comercial, que desubica industrias y genera desempleo, y en los recelosos a un mestizaje de la población, que poco a poco va perdiendo la supremacía caucásica, en un país con graves problemas raciales. Como es natural, culpan de tales males al sistema establecido y al establishment que lo habita, sea el de Washington como el de Madrid, París, Roma, Bruselas o Londres. Trump es, simplemente, el último en llegar pero el más poderoso representante de ese populismo rampante y triunfante, capaz de prometer medidas que, no por no trasnochadas o exageradas, son menos preocupantes y peligrosas, aunque muchas de ellas ya se apliquen desde hace tiempo en otros lares, incluso en nuestro país.

Porque España, si quisiera, podría asesorar, por ejemplo, al presidente electo de EE.UU. sobre la manera de levantar muros con concertinas que dificultan cruelmente la inmigración ilegal, pero no la impiden totalmente. Hasta el expresidente Aznar, gran admirador de la firmeza bélica para tratar conflictos globales, podría aconsejarle cómo repatriar inmigrantes, previamente sedados, a sus lugares de procedencia, resolviendo un problema, y punto, como gustaba sentenciar cuando se veía forzado a dar explicaciones.  Ese muro que prometió Trump para impermeabilizar la frontera con México ya se ha levantado en muchos otros lugares sin que consiga detener a los que huyen de la miseria, el hambre o las guerras. Ya ha demostrado que no es la mejor solución, aunque sirva para ganar votos.

Sólo es útil para exacerbar los miedos y el odio al “otro”, al extranjero, al inmigrante a quien se culpabiliza de los problemas que no sabemos resolver, de considerarlos delincuentes, narcotraficantes, violadores, terroristas o, cuando menos, de quitarnos el trabajo y denigrar nuestros barrios y ciudades. Un muro que incuba la xenofobia porque conviene al populismo demagógico, aquel que manipula las emociones y enturbia la convivencia pacífica y ordenada, respetuosa de la diversidad.

Con ese caldo de cultivo triunfa, también, el insospechado “Brexit” británico para abandonar la Unión Europea y cerrar esa puerta a la inmigración de… ¡europeos! Los populistas del “out” del Reino Unido supieron combinar con habilidad el rechazo al “otro”, aunque sea blanco y cristiano como ellos, para prometer la recuperación de una mancillada independencia y las cuotas de soberanía nacional cedidas a Bruselas. Una solución sencilla –bastaba un referéndum- pero drástica, como las que promueven los populismos de toda laya, cuyas consecuencias están por ver y dejan dividido al país. Ese mundo feliz que prometían los populistas británicos no resulta ser un paraíso de felicidad, sino un infierno de problemas agravados por una decisión motivada por las emociones, los miedos, y no sopesada racionalmente.

Por eso, tanto en Inglaterra como en Francia, Austria, Alemania y otros países, también aquí, cómo no, en España, soplan vientos de populismo, gente experta en pescar en río revuelto para asegurarnos un mundo feliz y edulcorado, donde se solventarían todos nuestros problemas de un plumazo. Para ello basta con romper con lo establecido, con la política tradicional, olvidar las ideologías y superar una democracia imperfecta hecha a medida de una “casta” política profesional, y desconfiar de los otros, de las élites y los diferentes. Tenemos que aislarnos, asegurar lo “nuestro”, expulsar a la vieja política de las poltronas y cambiar sus caducas instituciones y su orden. Sólo los populistas saben cómo devolvernos la felicidad que nos han arrebatado el establishment, la globalización y los inmigrantes. ¡Y nos lo creemos!

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