miércoles, 9 de marzo de 2016

Turquía, cárcel de Europa

La Europa de los mercaderes ha hecho valer sus prioridades, la seguridad y estabilidad necesarias para el negocio, a la Europa de los valores y las personas. Aquella Unión Europea fundacional, basada en principios éticos y garante del Estado del Bienestar, se ha dejado acobardar por los peores recelos que le provocaban, dentro y fuera, acoger  a la miríada de refugiados que vienen huyendo de un entorno de guerra y miseria, y al creciente rechazo que la inmigración genera entre la población de algunos países, alimentando peligrosos sentimientos xenófobos.

Por el módico precio de 6.000 millones de euros, los derechos humanos de los demandantes de asilo serán ignorados, pudiendo ser deportados masivamente a Turquía para limpiar, así, las fronteras de Europa de esa visión de hombres, mujeres y niños que se agolpan tras las alambradas en busca de un futuro menos dantesco que el que dejan atrás, en sus países de origen. Se pretende con el preacuerdo vergonzante firmado con Turquía resolver la compleja crisis migratoria que soporta esta parte rica del mundo, poniendo puertas al mar y levantando muros en la tierra para parar lo que no se puede contener: que dejen de huir de la desesperación, el hambre y la muerte.

El sueño europeo está siendo abandonado por la misma Europa que lo abrigó, cediendo precisamente cuando debía reafirmar los valores y principios que fundamentaban la unión de pueblos, culturas y recursos en un proyecto continental único, complejo, poderoso y ejemplar: sin parangón en lo económico y comercial, pero cada vez más débil y frustrante en lo social y ético. Ante las dificultades, Europa reniega de sus señas de identidad y hace prevalecer los intereses mercantiles sobre los morales y humanitarios. Así, opta por empobrecer a sus ciudadanos periféricos, imponiendo fuertes medidas de austeridad, para favorecer a los mercados de capitales y al sistema financiero que lubrifican las economías de las zonas más ricas y activas del continente. Opta por limitar derechos consolidados de los ciudadanos comunitarios, como el de la libertad de movimientos por todo el espacio Schengen, para evitar la presión y hasta el chantaje británico a la cesión progresiva de soberanía y por los privilegios particulares que su adhesión consiguió. Y ahora, con la renuncia de los Derechos Humanos que a cualquier solicitante de asilo le asisten por aliviar la presión migratoria que sufre en sus fronteras. Con cada renuncia, Europa sacrifica su sueño unitario confederal para transformarse exclusivamente en un casino de mercaderes que negocian sus intereses, sin importarles los cadáveres que van dejando fuera, sobre las alambradas y en las playas.

En la más cínica e inmoral de sus renuncias, Europa acuerda convertir Turquía en la cárcel extraterritorial, donde extraditar a los andrajosos que intentan invadir el continente. De la Europa sin fronteras de las personas pasamos a la Europa de los barrotes carcelarios, ubicando los campamentos penitenciarios en un país que brilla precisamente por su escaso respeto de los Derechos Humanos y de la democracia. Europa no quiere que nadie perturbe su confortabilidad y sus negocios. Prefiere repatriar masivamente, contraviniendo leyes de asilo y Derechos Humanos, a los refugiados que llaman a sus puertas y utilizar Turquía como desagüe de la inmundicia migrante.

Hemos logrado, al fin, identificar al inmigrante con el delincuente y al refugiado con el potencial terrorista del que desconfiar. Y hemos instalado nuestro particular Guantánamo en Turquía, donde, gracias a nuestro desdén moral y a la brutalidad arbitraria de un régimen autoritario, obligar a desistir al que huye de que no venga a Europa y se vuelva a morir a su país de origen. Para ello, ha bastado un puñado de euros y una moral poco estricta, justo los predicamentos para ser un buen y exitoso mercader.
 
Los que dirigen esta Europa hipócrita confían, con este acuerdo, en aliviar la presión insoportable que atosigaba nuestras fronteras y conjurar el peligro de xenofobia que sobrevolaba nuestras sociedades, ignorando que son precisamente estas actuaciones vergonzantes las que alimentan el odio al extranjero, el racismo más violento, la intolerancia racial y la desconfianza y los temores xenófobos contra los refugiados, en particular, y los inmigrantes, en general. Después, nos extrañará que arrasen energúmenos como Trump en el mundo: nuestros miedos los aúpan a los liderazgos de masas volubles y manipulables, fácilmente seducidas con los mensajes simplones pero emocionales de populismos de cualquier ralea. Hasta en Europa les ponemos fácil la tarea.

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