lunes, 8 de febrero de 2016

La sensatez de la derecha y el radicalismo de la izquierda


La derecha política en España, tan procaz cuando ve amenazado su poder, suele compendiar con lugares comunes las diferencias prácticas y hasta conceptuales que existen entre ella y la izquierda, con intención premeditada de desprestigiar a esta última y, de paso, meter miedo a los ciudadanos y electores. Según su parecer, la derecha representa el sentido común, hacer las cosas como Dios manda, la seriedad y la sensatez, en definitiva, atribuirse la quintaesencia de la seguridad, la confianza y el orden que reclaman las gentes de bien y… los mercados. En contraposición, presenta a la izquierda como exponente de la arbitrariedad, la subida indiscriminada de impuestos, la falta de respeto a costumbres y tradiciones, la anarquía inmoral y, en general, el radicalismo más temible en cuestiones económicas, culturales, religiosas y sociales, algo que, si no es el caos, se le parece bastante. En su descripción no hay término medio: sólo blanco o negro. Se trata, evidentemente, de una útil estratagema para atemorizar al incauto e ignorante ciudadano, incapaz de distinguir matices, y de adular el oído de seguidores y simpatizantes. Para quienes se conforman con explicaciones simples y sencillas, resulta sumamente convincente esta burda distinción que establece la derecha entre ella y su oponente, la izquierda.

Los argumentos que utiliza la derecha son emocionales y apelan a la seguridad cuando persiguen controlar cualquier contestación pública en las calles, cualquier expresión de rechazo; a la vida, cuando restringen el derecho de la mujer a decidir su propia maternidad; al esfuerzo, cuando buscan privilegiar la educación privada; a la sostenibilidad, cuando limitan prestaciones y servicios públicos básicos (educación, sanidad, becas, pensiones, etc.); al estímulo y el ahorro, cuando prometen bajar impuestos (directos); y a la libertad, cuando consiguen que el Estado no se inmiscuya en los negocios ni redistribuya con equidad la riqueza nacional. Son argumentos emocionales que exponen con éxito, no sólo entre sus simpatizantes, sino incluso en quienes por sus condiciones de clase debieran abominar lo que les perjudica y les mantiene bajo opresión.

Cada vez que la derecha teme perder poder político y pasar a la oposición acude a estas soflamas intimatorias que rescatan los viejos fantasmas de las dos Españas. No duda en demonizar como marxista/comunista a una izquierda que hace años ha renunciado a la revolución y el cambio de sistema, con intención de relacionarla con la de épocas pretéritas, aunque al parecer no olvidadas. Alerta del despilfarro que ocasionaría dejar el Gobierno en manos de quienes simplemente proponen dispensar recursos a los más necesitados y blindar unas políticas sociales frente a otros gastos del gusto de los mercados o de las clases dominantes. E intenta deslegitimizar alianzas y coaliciones perfectamente democráticas como fruto de la ambición de perdedores y minoritarios que no tienen en cuenta los intereses del país, que sólo ella defiende. Esa derecha moviliza todos sus resortes para presionar, a través de comunicados de empresarios, de la banca, de obispos y hasta de otros estados que comparten la misma ideología, contra todo cambio que suponga desalojarla del poder por medios democráticos o cuestione sus intereses. Basta seguir la prensa afín estos días para percatarse de la intensa actividad propagandística que la derecha está desarrollando con tal de conservar un poder que ha perdido en las urnas. Incluso utiliza el recurso del miedo y la mentira para conseguir sus propósitos al señalar que, sin ella al frente de la Nación, la recuperación económica se frenaría, la creación de empleo se paralizaría o volvería el desempleo, el separatismo de algunas comunidades podría concluirse, los pactos antiterroristas serían puestos en cuestión, nos alejaríamos de Europa, las inversiones y el dinero huirían, nuestros socios internacionales dejarían de serlo y el país, en fin, estaría abocado al desastre.

La izquierda, en cambio, aunque no evita tampoco las alusiones emocionales, suele basar sus argumentos en confrontaciones ideológicas y conceptuales para defender, por justicia social con los más necesitados, una política tributaria progresiva en la que pague más impuestos (directos) quien más dinero gana. Habla de derechos para promover la igualdad, sin condición, entre hombres, mujeres, marginados o inmigrantes, de tal manera que todos tengan las mismas posibilidades. Alude a la fraternidad solidaria para que la educación, la salud, las pensiones, las becas, las prestaciones por desempleo y las ayudas a la dependencia sean provistos como servicios universales a la totalidad de la población. Y constituye un Estado ecuánime y firme para que regule y participe en la obtención de la riqueza, en defensa del interés general, y vele por su justa redistribución a toda la sociedad en forma de prestaciones y servicios públicos. La izquierda intenta convencer sobre la igualdad, la justicia y la libertad de los seres humanos, a escala estatal y mundial, extendiendo derechos, anulando privilegios y limitando prohibiciones. La opinión y los intereses de las élites dominantes suelen ocultarse detrás de muchas costumbres, tradiciones, normas y leyes que han de ser removidas si se pretende una sociedad más justa y con menos desigualdad. Porque comprender la justicia es conocer arbitrariedades y privilegios que la impiden; comprender la igualdad es conocer imposiciones y factores de exclusión (económicos, sexuales, sociales, religiosos) que la niegan; comprender la libertad es conocer chantajes y opresiones que la coartan. Por ello, este discurso de la izquierda es mal entendido y pésimamente difundido hasta el extremo de que los mismos destinatarios a los que va dirigido dudan de las bondades de lo público y participan en la creencia de las virtudes de lo privado.
 
La derecha tiene fácil presentarse como sensata con sólo preconizar lo establecido y mantener la correlación de fuerzas existentes en la sociedad. Y puede acusar a la izquierda de radical por su pretensión de transformar las condiciones tradicionales de ésta y por aspirar a un progreso basado en mayores niveles de igualdad y justicia social. Sin embargo, el peor “radicalismo ha consistido siempre en conservar pasados valiosos” para una minoría, podríamos concluir alterando una afirmación de Tony Judt. Y eso es, justamente, lo que la derecha camufla con habilidad al culpar a la izquierda de sus defectos.

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