jueves, 25 de febrero de 2016

El pacto

Los ciudadanos decidieron, en las elecciones generales del pasado diciembre, que se acabó la época de los gobiernos de mayorías absolutas que sirvieron, con demasiada frecuencia, para patrimonializar las administraciones como si fueran feudos privados. Muchos de los escándalos de corrupción que hoy se ventilan en los juzgados, más los que todavía no han salido a la luz, se deben a ese “cheque en blanco” que los votantes, con la mejor de las intenciones, confiaron a unos partidos políticos que gobernaron sin control y sin obligación de rendir cuentas a nadie, respondiendo con un “rodillo” parlamentario a las críticas de la oposición. Los españoles, por tanto, optaron el 20 de diciembre por repartir la responsabilidad de gobernar entre minorías que debían ponerse de acuerdo si querían acceder al poder. Optaron por los pactos para formar Gobierno. Y es lo que se intenta hacer desde entonces, con enorme esfuerzo y no poca intransigencia por parte de los posibles candidatos.

De todas las combinaciones posibles para pactar, se desechó desde un primer momento la que parecía más lógica y que hubiera permitido al Partido Popular revalidar su continuidad al frente del Gobierno. Había conseguido ser la formación más votada, pero sin alcanzar la mayoría suficiente para gobernar en solitario. Sus 123 escaños, de un Congreso de 350, lo convertían en minoría mayoritaria, pero minoría. Necesitaba apoyos, pero nadie estaba dispuesto a ello, menos aún con Mariano Rajoy, como líder y candidato a presidir el Ejecutivo, cuestionado por los escándalos de corrupción que asolan a su partido.

Por su parte, los socialistas del PSOE obtenían el peor resultado de su historia, pero conseguían ser la segunda fuerza parlamentaria, con 90 escaños. Tampoco estaban en condiciones de poder gobernar si no alcanzaban acuerdos con otras formaciones que le permitieran aglutinar, cuando menos, una mayoría simple de votos favorables. Necesitaría recabar apoyos a diestra y siniestra si quería contemplar la posibilidad de gobernar. De ahí que su líder, Pedro Sánchez, no dejara de proclamar, como un mantra, su disposición a dialogar con todos, a derecha e izquierda. No era generosidad, era necesidad.

Se partía de la base de que ninguna de estas dos grandes formaciones, las que conformaban el famoso bipartidismo a eliminar, estaba dispuesta a dejar gobernar a la contraria: ni el PSOE al PP ni el PP al PSOE. Surgía, por tanto, la necesidad de alianzas con las demás formaciones políticas que se sientan en el Congreso de los Diputados. El PP era quien lo tenía más difícil por cuanto se tropezó con la negativa de todo el arco parlamentario en sus ofrecimientos de algún acuerdo para, al menos, garantizar la investidura de su candidato. Al no hallar ningún apoyo, Rajoy declinó el ofrecimiento del rey para siquiera ser candidato a intentarlo. Ante esta situación, los socialistas, como segunda fuerza en número de votos, aceptaron presentar su candidatura e intentar reunir los apoyos suficientes para formar Gobierno. Contando con los votos negativos por parte del PP, se veían obligados a recabar el respaldo, mediante una mezcla de votos favorables y abstenciones, de los nuevos partidos emergentes, Podemos y Ciudadanos (69 y 40 escaños, respectivamente), quienes de inmediato establecieron “líneas rojas” infranqueables para todo pacto posible. Entre ellas, que la presencia de uno provocaría la ausencia del otro en cualquier acuerdo que pudiera alcanzase.

A pesar de todo, el PSOE estableció negociaciones con ambas formaciones, ubicadas ideológicamente a su derecha (Ciudadanos) e izquierda (Podemos), con el convencimiento, tal vez ingenuo, de poder ganarse la confianza de ambas, bien mediante el apoyo explícito o combinado con la abstención de una de ellas, para investir a su candidato e incluso materializar algún acuerdo de Gobierno o legislatura.

A una semana del inicio de la sesión de investidura, todavía se mantiene firme el desacuerdo. PSOE y Ciudadanos firman un pacto de legislatura y, a renglón seguido, Podemos se levanta de la mesa de negociaciones, ofendido por ello. Al parecer, las recetas económicas de Ciudadanos, asumidas en parte por el PSOE, parecen incompatibles con las políticas sociales de Podemos, también coincidentes en parte con las de los socialistas, y dicha incompatibilidad impide cualquier pacto de mínimos que evite mantener al país en la incertidumbre de no tener gobierno y abocado al “fracaso incomprensible” de repetir unas elecciones que no garantizarían ningún cambio significativo en los resultados.  

De esta crónica inacabada del pacto imposible, resalta la voluntad de los contrayentes de no aceptar las cláusulas que los ciudadanos escribieron en las urnas y la limitada disponibilidad en los que podrían rubicarlo de hacer sacrificios en beneficio del interés general y grandeza de miras. Todos parecen empeñados en conseguir fines partidistas y colocar al adversario como único responsable de unas probables nuevas elecciones, cuyos cálculos electorales condicionan el pacto que se negocia con tanta dificultad.

Sin embargo, el mandato es claro: hay obligación de pactar y de formar un gobierno mediante acuerdos entre distintas formaciones políticas, las cuales habrán de ceder máximos para lograr afianzar un pacto de mínimos que permita la gobernanza del país y poder afrontar decididamente los graves problemas que lastran su progreso y desarrollo. Una crisis económica aún no resuelta, tensiones territoriales con la apuesta independentista de Cataluña y paliar las injusticias y desigualdades que criterios ciegamente economicistas imponen, son algunas de las cuestiones que no pueden demorarse ni esperar a unos nuevos comicios. No tener estos problemas presentes, pensando sólo en el interés partidista inmediato, sería una afrenta que los ciudadanos no se merecen y una demostración de una clase política que no está al servicio de su país. Un divorcio de la política y una desafección ciudadana que incuban populismos radicales que sólo conducen al callejón sin salida de un país incontrolado y poco serio. El pacto, y lo que conlleva de aceptación de propuestas no propias, es la única alternativa a la actual situación política de España. Y es una obligación ante el mandato popular expresado en las urnas.

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