viernes, 7 de agosto de 2015

Viernes canicular


Cuando todavía no había conseguido librarse del sopor de la siesta, mudó sus zapatos por unas zapatillas y el pantalón del trabajo por unos cortos que dejaban sus piernas blanquecinas y lampiñas al aire. Era su inefable uniforme de temporada y con él quiso aprovechar la tarde para realizar unos recados que tenía pendientes. El primero y principal, tomar café, una costumbre inmutable en cualquier época del año, incluida aquella en la que las calles se derretían bajo un inclemente sol de verano y las sombras en las aceras eran disputadas por viandantes no dispuestos a ceder el lugar, tropezasen con quien tropezasen. Se encontró cerrada la cafetería del barrio, igual que la mayoría de los comercios por los que había pasado, por lo que dirigió sus pasos hacia la farmacia de la esquina. Permanecía abierta como único testigo de actividad mercantil, pero tuvo que llamar al timbre para que le franquearan la entrada. La empleada de la botica temía más a la soledad desértica en que se había convertido la ciudad que a las consultas de los usuarios, ávidos de potingues milagrosos que alivien sus quebrantos. Hasta la peluquería en la que mensualmente le cortaban las canas avisaba con un simple cartel pegado en la puerta: iba a estar cerrada hasta la última semana de agosto. Desistió de todo empeño. Era viernes, en plena canícula, y lo único que podía hacer a esas horas era irse a su casa con sus medicinas. Antes de volver a encender el televisor, dio dos vueltas por las habitaciones, contagiado por la desconfianza de la farmacéutica. Por si las moscas. Y por el calor.

No hay comentarios: