lunes, 6 de julio de 2015

¿Y ahora qué?


Grecia ha votado y ha mandado un mensaje claro y rotundo a Bruselas: NO más políticas de austeridad. La mayoría del pueblo heleno ha dicho OXI a las condiciones que querían imponer los acreedores de la deuda griega, Alemania el más importante de ellos. No es que se nieguen a pagar, sino que no pueden pagar una deuda que asciende al 180 por ciento de su PIB, y menos al precio que fija la “troika”: con paro, desigualdad, pensiones y salarios de miseria e impuestos desorbitados. No se puede recetar más pobreza a un pobre que apenas tiene para subsistir. De ahí que el triunfo del referéndum de ayer domingo haya sido tan amplio: más del 60 por ciento de los votantes prefirió el no.

Y, ahora, ¿qué? Ahora llega el tiempo de asumir el resultado y sentarse a negociar. El primer ministro, Alexis Tsipras, parece entenderlo, pues lo asume como “un mandato para una solución sostenible”. Distinta será la interpretación que haga Europa, confiada como estaba en que el Gobierno griego perdiera el “pulso” que le echaba con el  referéndum. Para ello no dudó en propalar amenazas y airear miedos apocalípticos sobre las consecuencias del “no”: expulsión de la Unión Europea y bancarrota total. Si esa fuera finalmente su reacción y permitiera la materialización del famoso Grexit, la respuesta supondría el suicidio del sueño europeo, el comienzo de la desintegración de esa experiencia política de unión entre los países que forman parte de lo que geográficamente es Europa. Una respuesta que evidenciaría que las instituciones europeas se han convertido en un club económico elitista antes que en un instrumento para la construcción de la gran potencia de Europa como ente social y político, además de económico, diferenciado. Se ha jugado más Europa que Grecia en este referéndum, aunque los griegos estén hoy en un limbo que nadie había previsto.

Ahora toca retomar las negociaciones, respetando la voluntad de los helenos. Las posturas para ello no están tan distanciadas como parece, ya que Grecia aceptaba la mayoría de las propuestas de la “troika”, pero exigía una reestructuración de la deuda que le permitiera disponer de más tiempo para afrontarla y una “quita” que aliviara su monto, ante la imposibilidad material de poder saldar una deuda que es mayor que la capacidad de generar recursos del país. No eran exigencias radicales ni tampoco lo son ahora, tras el referéndum del domingo. Incluso figuran en el paquete de medidas que había elaborado el FMI, pero que finalmente endureció por las presiones de Alemania, el principal acreedor.

Hoy, precisamente, se reúnen Angela Merkel y Francois Hollande en París para acordar los nuevos pasos a dar en esta nueva situación. Alemania se muestra intransigente en su postura, no por imperativos económicos, sino por política interna: la fracción conservadora del Parlamento le exige dureza y los bancos alemanes rechazan cualquier solución que les impida cobrar los generosos préstamos que concedieron a la Grecia despilfarradora de hace años. Es la conocida maniobra del capitalismo moderno: privatizar beneficios y nacionalizar pérdidas. También el Eurogrupo ha convocado una reunión de urgencia para fijar posición. Toca, pues, negociar.

Negociar con la mentalidad puesta en los objetivos del gran proyecto europeo, no con la mentalidad de burócratas prestamistas. Ahora toca decidir si se permite a una parte de Europa salir de la encrucijada en la que se encuentra, sin imponerle penurias que la condenen eternamente a la pobreza extrema. Toca mostrar la solidaridad que anteriormente, en la historia del continente, se tuvo con otros Estados en parecidas circunstancias, como la propia Alemania, hoy tan arrogante y soberbia. Toca retomar el proyecto político de construcción de la Unión Europea, habilitando los mecanismos económicos que lo hagan posible sin sacrificar a ningún miembro integrante. Toca ser políticos, no economistas a los que hay que sentar detrás para que asesoren, no para que decidan.

Existen demasiados riesgos, naturalmente. Cada país conoce los que le afectan. España y otros que también han sido rescatados a cambio de dolorosas políticas de austeridad no desean que el ejemplo griego los deje en evidencia: la evidencia de que otra política económica es posible, sin machacar a la población. Tampoco los acreedores quieren el precedente de poder desentenderse de una deuda contraída. Ambos temores son fácilmente vencibles: rectificar las medidas de austeridad, como de hecho está haciendo en España, en plena campaña electoral, Mariano Rajoy ante la posibilidad de perder en las próximas elecciones, y reestructurar deudas inasumibles, como de hecho también hacen los Estados con bancos y otras entidades financieras privadas declaradas insolventes y ayudadas con dinero público, a costa del contribuyente. Grecia exige idéntico trato.

Ahora toca demostrar razón de Estado, sensatez y respeto a la democracia: por encima de la voluntad de un pueblo no puede haber ningún condicionante económico o mercantil. Si Grecia se expulsa de Europa, una imposibilidad física y metafísica, es que esa Europa que se está construyendo no merece la pena. Sería, si llegara el caso, para que otros también se lo pensaran y la siguieran al extrarradio de una comunidad con euros pero sin alma.

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