viernes, 10 de abril de 2015

Otras formas de morir

Todos estamos expuestos al horror, a la barbarie, la locura y el fanatismo. También a los accidentes evitables e inevitables y a las negligencias de los irresponsables. Todos estamos expuestos a morir de forma no natural. Un atentado terrorista nos puede coger comprando el pan en un supermercado y mandarnos al otro mundo sin apenas darnos cuenta. No hay ninguna sociedad exenta de los golpes que pueda asestarle un descerebrado que crea que, inmolándose y arrastrando con su muerte al mayor número posible de inocentes, ofrezca venganza por supuestas ofensas a su credo, su mentalidad, su vestimenta, su cultura, su color de piel, su lugar en el mundo, o cualesquiera sean sus obsesiones. Desde Nueva York, Londres, Madrid o Túnez, cualquier lugar es propicio para derramar sangre en nombre de una guerra sin trincheras contra “el otro”, contra la parte del mundo que no profesa los valores del atacante, que ignora su cosmovisión y no atiende a sus razones. El que desea matar sólo precisa de un requisito: que la víctima esté viva.

También nos puede arrancar violentamente de nuestras confortables existencias un conductor de tren entretenido con su teléfono móvil o un automovilista despistado que cree que todos los demás vehículos con los que se cruza se han equivocado de dirección. Incluso, el capitán engreído de un barco que se acerca demasiado a la costa para impresionar a una ingenua amiga. Hasta una simple cáscara de plátano nos puede desnucar fatalmente mientras damos un paseo por la acera. Existen infinitas oportunidades de sufrir un accidente que conlleve poner nuestro nombre en una esquela. Ni las calles ni nuestras viviendas ofrecen una seguridad garantizada al cien por ciento de evitarnos un susto. Los riesgos se multiplican exponencialmente cuanto más grande, moderna, compleja y dinámica es la urbe en la que habitamos. En ella será muy difícil que nos atropelle un caballo desbocado, pero podemos morir electrocutados por una farola, despeñados de una atracción de feria o asfixiados por un escape de gas.

A veces, muchas más veces de lo deseable, la temeridad de algunos los empuja a jugarse la vida por incomprensibles razones que guardan más relación con las hormonas, la emulación y el egoísmo antes que por un afán de explorar los límites de lo posible o del conocimiento. No pocas veces, también, por la ignorancia y su gran virtud, el atrevimiento. Lo grave, en estos casos, no es buscar la oportunidad de enfrentarse a una tragedia, sino causársela a personas que para nada desean seguir los pasos del irresponsable.

El paracaidismo extremo induce a los más arriesgados a planear sobre el perfil de una montaña vestidos de hombres-pájaro para acabar empotrados contra el suelo al más mínimo contratiempo. Otros deciden hacer expediciones a sitios remotos para escalar paredes verticales sin contar con guías ni equipo de apoyo en caso de emergencia. Los más irresponsables, si cabe, no tienen empacho de embarcarse en deportes de alto riesgo sin la debida preparación o en lugares inadecuados, desoyendo cualquier advertencia del sentido común. Pero, peor aún son las “negligencias profesionales”, las que cometen los “chapuzas” de cualquier gremio. Son peores porque sus consecuencias las pagan quienes confían en la “profesionalidad” del negligente. Tal es el caso de la compañía que demora el arreglo de una avería que provoca que finalmente el avión se estrelle. O la empresa que se ahorra mecanismos de seguridad hasta que es desgraciadamente demasiado tarde. O la institución sanitaria que no detecta al energúmeno que ocasiona la amputación de los dedos del pie de una mujer a la que perforó el útero cuando le extraía un dispositivo anticonceptivo. Etcétera.

Vivimos en un mundo donde cada día se producen atentados, accidentes y negligencias que ayudan a la parca realizar su labor. Cuando alguna de estas posibilidades nos roza de cerca, tanto individual como colectivamente, es cuando percibimos su mortífera excepcionalidad. Una excepcionalidad que, aunque sólo supone cerca del 5 por ciento del total de defunciones (el 95 por ciento restante es a causa de una enfermedad), no deja de ser una cifra inquietante que se lleva a mucha gente por medio, sin estar preparada para ello, sin desearlo y de una forma tan gratuita que da escalofríos.

Nadie quiere abandonar este mundo antes de tiempo, pero algunos parecen decididos que no lo consigamos. No es por alarmar, pero téngalo en cuenta antes de salir de casa, aunque sólo vaya a la peña a jugar dominó.

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