viernes, 6 de febrero de 2015

La puerta


Al cerrar la puerta, sintió una enorme presión en el pecho y por primera vez en la vida tuvo miedo. Una sensación parecida al pánico se apoderaba de él paulatinamente. Comenzó a respirar entrecortadamente, haciendo profundas inspiraciones por la boca y expulsando el aire con tal fuerza que podía oír su roce contra las aletas dilatadas de la nariz. Ese era el único ruido que existía en aquella habitación, junto al retumbar de los latidos cada vez más frenéticos de su corazón. Permaneció unos segundos inmóvil, paralizado ante la angustia de sentirse abandonado, mientras sus ojos exploraban las penumbras que reinaban en la estancia. Dio dos pasos para librarse de la bolsa de viajes, en la que transportaba una muda de ropa y útiles de aseo, y soltarla sobre la cama. No prestó atención a las luces de los coches que circulaban como almas en pena por la autopista y que hacían brillar fantasmagóricamente los visillos de la ventana. Como si soportara todo el peso del mundo en sus espaldas, se giró para sentarse en el borde la cama, de cara a la puerta, y dejar que sus brazos descansaran sobre una sábana áspera y extraña. Sólo los náufragos de una isla desierta podían comprender la soledad que le embargaba en aquellos momentos. Miraba la puerta como la frontera que le separaba de los suyos, de su casa y de su familia, para condenarlo al exilio de los derrotados. Tenía tantas ganas de huir que unas lágrimas furtivas iniciaron la espantada, precipitándose mejillas abajo. La crisis lo había expulsado de su trabajo, su casa, sus amigos y su ciudad, y no había tenido más remedio que buscarse el sustento en una ciudad que no conocía y alojarse en esa pensión inhóspita, pero barata. Cuando despertó, la luz del día le mostró el color gris de la puerta, la misma por la que salió a ganarse el pan y no rendirse nunca, aunque las noches lo empaparan del desánimo y la soledad de los huérfanos.

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