miércoles, 18 de febrero de 2015

El cuidador incapaz de cuidarse

Su disposición para suplir a quien fuera en el trabajo era encomiable, ya que nunca mostraba disgusto por alargar el turno o acometer la tarea de otro compañero. Vivía para trabajar y trabajaba para sentirse útil y necesario. El horario transcurrido entre los muros del hospital le proporcionaba más satisfacciones que el tiempo perdido entre un ocio que no se le conocía y unas obligaciones domésticas que asumía impuestas por las circunstancias.. Tal dedicación era considerada una obsesión por cuantos le rodeaban y no estaban dispuestos imitarlo. El desvelo que mostraba por los pacientes, sin restricción alguna, no aparecía cuando alguna dolencia hacía mella en él. Era un cuidador infatigable que no sabía cuidarse. Tanto se entregaba a los demás, olvidándose de si mismo, que debían ser sus propios compañeros quienes lo obligaban acudir al médico cada vez que su expresión manifestaba un quebranto imposible de disimular. Nunca hallaba tiempo ni razones para preocuparse por él mismo. El día que lo encontraron tirado en un pasillo, inconsciente y pálido, fue cuando supieron que padecía una afección cardiaca que precisaría de un marcapasos. Ni siquiera en esa ocasión guardó el reposo prescrito, pues se incorporó al trabajo de manera inmediata, el ánimo dispuesto y los ojos chispeantes por recuperar la actividad y su ritmo de vida. No podía evitar volcarse en su profesión aunque pusiera en juego su salud. Una conducta que todos percibían como una temeridad pero que en él suponía sentirse vivo. Y prefería vivir. 

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