viernes, 7 de noviembre de 2014

Hartos de decidir


Cuando el 9N (9 de noviembre) suceda lo que suceda en el simulacro de referéndum catalán, doblemente prohibido por el Tribunal Constitucional, y se constate su ineficacia legal para abordar los asuntos que decían lo hacían imprescindible, muchos podrán sentirse aliviados de la hartura del “problema” de Cataluña, que no de los catalanes, los cuales han sido conducidos a una encrucijada diabólica: o eran independentistas y, por ende, más democráticos que nadie en su exigencia de “decidir”, o eran peyorativamente españolistas y, por tanto, señalados por parecer antidemocráticos al no reconocer el “derecho” de aquellos empeñados con “decidir”. Tal disyuntiva ha supuesto el problema más controvertido de la política nacional, obligando al Gobierno a recurrir por dos veces ante el Tribunal Constitucional la pretensión catalana, y ha motivado el enfrentamiento más enconado entre los españoles, no sólo de los catalanes, a la hora de opinar sobre ese supuesto “derecho a decidir” que genera todo el problema.

Y apelamos a la sensación de alivio que muchos experimentarán al concluir sin dramatismo el anunciado “choque de trenes” promovido por la Generalitat de Cataluña, porque el tema lleva toda la legislatura protagonizando la actualidad política nacional y la saturación monotemática está a punto de provocar el hartazgo, si el Gobierno no le da por complicar aún más la situación con medidas coercitivas y punitivas contra los responsables de esta pacífica e inútil desobediencia civil ciudadana. Puede que, después del 9N, muchos de los movilizados a favor y en contra de la pseudoencuesta sobre la independencia impulsada por los soberanistas aprecien que se trata de un subterfugio que desde ciertas instancias han inventado para inocular en la población sentimientos y emociones, en vez de criterios racionales, que les impiden detectar la tomadura de pelo de que han sido objeto. Porque, en realidad, ese archireclamado derecho a decidir lo llevan ejercitando los catalanes, en particular, y los ciudadanos de todas las regiones españolas, en general, cada cuatro años desde que votan elecciones autonómicas.

Son esas elecciones autonómicas, legales, controladas, voluntarias, libres y abiertas a todos a través de un censo electoral perfectamente riguroso y verificable en cuanto a requisitos, participación, recuento de votos y resultado del escrutinio, sin coacciones ni presiones, salvo las derivadas de la campaña de propaganda electoral en las que participan todas las opciones concurrentes, las que posibilitan a los catalanes decidir qué opción y cómo prefieren ser gobernados. Porque en tales elecciones, también en las generales, desde hace más de treinta años se presentan ofertas políticas independentistas, nacionalistas y estadistas, todas ellas constitucionales (se adecuan a lo establecido en la Constitución) y suficientemente representativas del sentir y la diversidad de los ciudadanos votantes, contando incluso con la abstención como actitud pasiva de no participar ni decidir.

Por eso, si en verdad lo hubieran deseado, los catalanes hace tiempo que habrían elegido en cualquiera de esas oportunidades, de manera clara y contundente como sólo en democracia es factible (por mayoría) las opciones independentistas que se le ofrecían en cada ocasión. Entonces, y sólo entonces, los elegidos estarían legitimados para exigir al Gobierno de España la apertura de conversaciones y negociaciones en busca de repuesta a la expresión avalada legalmente con los votos de la mayoría. Y ello, en toda la historia reciente de la democracia española, no ha sucedido nunca, lo que se quiere solventar con subterfugios plebiscitarios que sustituyan el verdadero y válido mandato popular.

Lo del referéndum y elecciones participativas no dejan de ser “maniobras orquestales en la oscuridad” para entretener al personal mientras algunos partidos y algunos dirigentes catalanes se empeñan en tensar la cuerda de la legalidad para alcanzar bien mayores competencias de las que disfrutan y credibilidad ante su electorado o bien desviar la atención de los graves problemas que afectan a aquella región, tan golpeada por la crisis y la corrupción como otras del país, aunque tal vez menos afortunadas en cuanto a recursos y nivel de vida.
 
No parece, pues, que la solución a los complejos problemas que en la actualidad afectan a todos los españoles, también a los catalanes, dependa de ese obcecamiento soberanista por celebrar un referendo independentista que les posibilite atraer el apoyo social que en las demás elecciones no consiguen. Ojalá que, suceda lo que suceda el próximo 9N, una profunda sensación de alivio de extienda por todo el país, tras conseguir ejercitar el manoseado “derecho a decidir” nada, y, calmados los ánimos, la política vuelva a centrarse en los verdaderos problemas de la gente: bienestar, progreso, justicia, paz e igualdad, residan donde residan y se expresen como se expresen

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