lunes, 22 de septiembre de 2014

La utilidad de lo inútil

Con la creación de los estados-nación, surgidos de la Paz de Wesfalia en 1648, tras la Guerra de los Treinta Años, el Derecho Internacional asume el principio de la integridad territorial y el concepto de soberanía con los que se construye un nuevo orden en Europa: los nuevos países no son ya reinos feudales, sino células indivisibles del mundo moderno. La democracia, posteriormente asentada en todos ellos y no la religión nacional, viene a sellar aquel ordenamiento político, supeditándolo a la voluntad popular y la soberanía nacional. Los Estados se convierten, así, en la pieza clave del ordenamiento político mundial y, aunque desde entonces se ha modificado aquella estructura con la adhesión o segregación de algunas de esas unidades territoriales, la única excepción contemplada por la ONU, depositaria y vigilante del Derecho Internacional, es el reconocimiento a la autodeterminación de los viejos países colonizados por potencias extranjeras o en aquellos en que la población está siendo reprimida y privada de libertad para expresarse y conducirse como es o desea. Ninguno de tales supuestos se da en Cataluña, tampoco en el País Vasco, autonomías que en España exploran mayores posibilidades de autogobierno e incluso la independencia.

El Estado de las Autonomías español se configura como una descentralización política que salvaguarda la unidad nacional, la integridad territorial y la soberanía estatal, que descansa en el conjunto del pueblo español. Tales premisas constitucionales señalan los límites de autogobierno de las Comunidades Autónomas, cualesquieran sean los rasgos identitarios que alberguen o deseen privilegiar respecto a los del resto del país. Es decir, ni la Constitución Española ni el Derecho Internacional avalan las aspiraciones independentistas de Cataluña y el País Vasco, así lo expresen de manera pacífica, como las manifestaciones de la Diada catalanas, o violenta, como el terrorismo etarra vasco, afortunadamente en vías de extinción. El respeto a la ley, imprescindible en democracia, exige el cumplimiento de la voluntad expresada en las urnas, que legitima el ordenamiento legal de España.

El supuesto "derecho a decidir" de una de las partes del Estado, que reclama intransigentemente Cataluña, troceando la soberanía popular, no deja de ser un sucedáneo de “la utilidad de lo inútil”, en expresión prestada del manifiesto de Nuccio Ordine*. Los convocantes de consultas condenadas a la inviabilidad no pueden ignorar, y de hecho no lo hacen, los condicionamientos legales que les impiden llevar a término sus iniciativas populistas, a menos que lo que persigan sean otras cosas. Ni España ni Europa apoyan la desmembración de los Estados, salvo en los supuestos contemplados por la ONU.

Que se sepa. Cataluña no es Escocia ni Puerto Rico ni los Balcanes, escenarios donde se ha ejercido el derecho a la autodeterminación en todas sus variantes: el primero con una consulta puntual en la que ganó el “no” por los pelos (55/45), el segundo con el mantenimiento de su “status quo” en todas las elecciones periódicas, y el tercero sin consulta (Kosovo), a las bravas, pero tras una guerra civil que separó lo que estuvo unido a la fuerza (la Yugoslavia de Tito). Cataluña nunca ha sido una colonia, ni su población carece, en democracia, de libertad para expresarse y conducirse con cotas de autogobierno e incluso de financiación que muchos estados federales ambicionan. A pesar de todo, existe un problema sentimental en la relación de Cataluña con España al que habría que buscar respuesta, como ya apunté en otra ocasión. ¿La solución es el separatismo? Legalmente, no, aunque apelar a la legalidad no resuelve el problema.

Ni siquiera la certeza de que el supuesto “derecho a decidir” saldría derrotado en una consulta, como en Escocia, podría permitir la posibilidad de convocar o celebrar dicho referéndum, ya que la utilidad del mismo conduciría a una situación verdaderamente inútil: seguir cómo se está, ser parte de la estructura territorial del Estado español, país integrante de la Unión Europea y miembro de una OTAN que tira bombas en Siria e Irak contra el Estado Islámico y desea instalar un escudo antimisiles en su zona oriental. Demasiados intereses en juego, más allá de la legalidad de facto.

Y si el resultado fuera el “si”, igualmente habría que volver a la situación de salida para negociar con el Gobierno central fórmulas para el reconocimiento de la voluntad de una parte tal vez mayoritaria (habría que valorar los porcentajes de participación y abstención) del pueblo catalán y adecuarla a la realidad política nacional; es decir, reconocer mayores cuotas de autogobierno sin traspasar los límites establecidos en la Constitución, cuya modificación exigiría el consenso de todos los partidos con representación parlamentaria y una consulta, esta vez sí, a la soberanía popular, la que conforman todos los españoles. Con estas premisas legales, la independencia de una autonomía, incluidas las históricas, resulta imposible en España, cuestionada en Europa y asombrosa en el mundo.

En tanto en cuanto la Paz de Wesfalia siga determinando nuestra realidad, al permitirnos constituir Estados de Derecho que gozan de estabilidad y reconocimiento internacional en igualdad de trato, independientemente de su tamaño y poder, y bajo el principio de no injerencia en los asuntos internos, hemos de resolver nuestros problemas con la madurez y la prudencia que requiere ser parte de un tablero mundial de intereses compartidos. Atomizar aún más ese tablero, en el que la globalización perjudica al pez pequeño, no parece lo más aconsejable ni por seguridad, ni por economía, ni por libertad.

Habrá, en cualquier caso, que buscar salidas-soluciones políticas a los sentimientos nacionalistas de los catalanes, también al de otras autonomías españolas, para satisfacer sus demandas identitarias, de autogobierno y singularidad, sin violentar la democracia en nombre de la democracia ni desobedecer la ley para cambiar las leyes. Hay fórmulas para ello, y variadas, que sólo requieren diálogo y voluntad de alcanzar acuerdos. Por ejemplo, una España federal, integrada por una pluralidad de naciones reconocidas en la Constitución, podría ser una respuesta a los ímpetus independentistas que vieron en la consulta de Escocia una vía que, no sólo ha frustrado a los nacionalistas escoceses, sino que también ha llevado el desaliento a los de otras regiones, como Cataluña. Lo imprudente es recorrer caminos inviables por la Historia, el Derecho Internacional y la Constitución. La única utilidad de lo inútil es pedagógica: conocer lo que no se debe hacer. ¿Aprenderemos?

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* : La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Ordine, Nuccio. Editorial Acantilado. Barcelona, 2013.

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