miércoles, 17 de septiembre de 2014

El lumbago: un dolor humillante


El dolor de espalda, a la altura de la cintura, es muy desagradable porque te inmoviliza parcialmente, dejándote doblado como una escuadra. Forzar esa musculatura lumbar, para girar el cuerpo o incorporarte de la cama o una silla, hace que sientas un calambre punzante como el que debe sufrir un toro cuando se enfrenta al tercio de varas, aunque los aficionados a la tauromaquia aseguren que los toros no sufren. Será que ellos entienden sus bufidos, de los que deducen que son animales masoquistas. Con el lumbago, en cambio, además del dolor, te quedas a medio erguir hasta que poco a poco, mientras simulas pertenecer al planeta de los simios, logras enderezarte y adoptar una posición más acorde a la del homo sapiens.

Siempre es un fastidio padecer lumbalgia, un dolor que va desapareciendo tan misteriosamente como sobreviene y del que todo el mundo se presta a facilitarte recetas o conjuros para sobrellevarlo. Te aconsejan paños calientes, relajantes musculares o ejercicio cuando ninguna de las tres cosas sean prácticas habituales en ti y seas de los del pan, pan, y al vino, vino, odies el deporte y el estado natural de tus músculos sea la flaccidez. Ello no evita que los más enterados (on line, of course, sin ser médicos) estén dispuestos a ayudarte a toda costa y se explayen en advertencias sobre las posibles afecciones que podrían solaparse tras un simple dolor de espalda: que si el riñón, que si las vértebras, que si una rotura muscular o un ligamento, que si la edad… ¡qué se yo! Lo cierto es que, una vez conoces por primera vez un lumbago, ya no te deshaces de él el resto de la vida pues reaparece sin ninguna pauta previsible: a veces en verano, otras en invierno, tras un esfuerzo puntual, sin hacer nada, cuando cursas un resfriado, cuando más sano crees estar; es decir, cuando le da la gana.

Sin embargo, algo bueno tiene: el lumbago no mata, pero es sumamente caprichoso y parece disfrutar viéndote doblado. Más que una dolencia orgánica parece un castigo por nuestro modo de vida envarado, como si fuésemos los reyes de la creación y las demás criaturas tuvieran que estar a nuestros pies. Ese dolor nos humilla a doblegar el espinazo, a hacer un esfuerzo insoportable para mirar por encima del hombro a quienes nos rodean y acompañan. Un simple lumbago es una especie de latigazo de humildad al orgullo que nos mantiene erectos y altivos, cuando en realidad somos muy vulnerables, tanto que hasta un lumbago nos vence. ¡Cuánta debilidad para tanto engreimiento!   

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