lunes, 17 de febrero de 2014

Síncope


Aparentaba 10 años más de los que tenía, a pesar de estar en esa frontera en que puedes ser maduro o viejo según cómo te haya tratado la vida. El rostro estaba surcado por arrugas que delataban un origen campesino y los padecimientos soportados con el estoicismo de quien está acostumbrado sólo a recibir golpes. Iba adónde lo mandaban y hacía lo que le decían. Ni una queja salió de su boca ni un mal gesto borró la expresión de náufrago que pendía de su cara. Se acomodó en el asiento dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario y acurrucó las manos en los bolsillos de unas ropas tan envejecidas y descoloridas como él mismo. Al poco rato acudió a la llamada de un enfermero que hurgó en busca de unas venas finas y escurridizas de las que extraerle la muestra que dijeron era pertinente antes de continuar. Volvió a sentarse frente a los ascensores con esa paciencia humilde que disimula un cansancio insoportable y remoto. Había dormido poco, como de costumbre, y a las cuatro de la madrugada se había levantado harto de aguardar a un sol todavía desterrado por la noche. Un vaso de leche templada sirvió para saciar un hambre inexistente que lo acompañó hasta el hospital muy temprano. Ya estaba aposentado en las sillas cuando el personal iniciaba la jornada. Finalmente lo mandaron a otro edificio tan perdido entre un laberinto de pasillos y puertas como aquel en que se hallaba, no sin preguntar a cuantas batas blancas se cruzaban en su deambular desorientado. Cuando consiguió llegar a la habitación apenas tenía fuerzas. Respiraba con dificultad y un sudor frío había empezado a pegarle la ropa al cuerpo. No sabe qué le pasó. Sólo recuerda que se despertó en una cama rodeado de médicos y enfermeros que no dejaban de manipularlo y preguntarle cómo se encontraba. Pasó el resto de la mañana con un suero en el brazo y los pantalones manchados de orina. Había sufrido un síncope que dibujó la muerte entre las arrugas de su cara. Sin ningún reproche y con su humilde silencio, se incorporó cuando le dijeron que podía marcharse, que ya estaba recuperado, pero que se posponía la prueba hasta el día siguiente. Arrastrando el cansancio que lastraba su vida, se perdió lentamente por aquellos pasillos blancos que no entendía dónde conducían. Sin protestar, sin un mal gesto, con el rostro arado de arrugas pálidas y profundas que lo hacían más viejo de lo que en realidad era.

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