domingo, 29 de septiembre de 2013

Castigo a los funcionarios


Al cabo de cinco años de crisis económica, provocada –no lo olvidemos- por los desmanes de especuladores financieros y sus “ingenierías” para convertir los paquetes de deuda (hipotecas
subprime) en productos mercantiles sumamente rentables (ganar dinero traspasando a otro la deuda), con la bendición de las agencias de calificación, son otra vez los funcionarios los que vuelven a ser el chivo expiatorio y deben pagar por... estar atrapados en medio de un chantaje.

Resulta que los “incautos” que compraron (y apalancaron) tales productos de rentabilidad discutible son los bancos y otras entidades financieras que se dedican a “jugar” con dinero que no es suyo. Al derrumbarse la estafa piramidal (todo iba bien siempre que hubiera un tercero que siguiera comprando), la mayoría de esos especuladores, empezando por Lehman Brothers, se encontraron en quiebra al no disponer de dinero con que hacer frente a los compromisos de pagos adquiridos. Eran, literalmente, deslumbrantes empresas de papel mojado. Y comenzaron a caer. Algunas eran tan enormes que los Estados temieron por la integridad financiera del sistema. Y decidieron –empezando por el país más “liberal” en política, EE UU- ayudar a tales empresas, “nacionalizando” la deuda e inyectando grandes cantidades de fondos públicos, para evitar una parálisis de un sector que también compra –y financia- deuda pública. Y lo que comenzó siendo un problema privado (de los bancos) se transformó en un problema público, al que se añaden las exigencias de aquellas mismas agencias de calificación para que los riesgos de los Estados fueran “sostenibles”. Los  actores que renegaron de cualquier regulación en sus manejos (y, al no estar controlados, acabaron realizando prácticas abusivas y engañosas) son los que ahora imponen “reglas de mercado” para financiar a los Estados. Los acusan de estar muy endeudados por prestar servicios públicos. Y les obligan a ahorrar, “adelgazando” el gasto.

Pero, ¿en qué gasta el Estado? Con el dinero de los contribuyentes, de los que obtiene recursos proporcionales a sus capacidades económicas –fiscalidad progresiva que hace pagar más al que más tiene-, el Estado presta servicios que facilitan la vida fundamentalmente a quienes no pueden costeárselos. Así, ofrece una educación pública abierta a todos, una sanidad pública de acceso universal, una seguridad pública que protege a todos los ciudadanos, una justicia que vela por el cumplimiento de unas leyes que incumben a todos -incluido el yerno del rey-, además de ayudar o socorrer a personas con necesidades y situaciones especiales (niños, ancianos, estudiantes, etc.) y promover sectores que posibilitan el desarrollo y el progreso del conjunto del país (cultura, investigación, innovación, etc.)

Es evidente que gran parte de estos servicios públicos el Estado los provee a través de un personal que contrata, para evitar dirigismo, mediante concurso-oposición público al que cualquier ciudadano puede optar. Son los denominados funcionarios públicos: maestros de escuela, profesores de universidad, médicos de hospitales, enfermeros, bomberos, jueces, policías, soldados, administrativos de ayuntamientos, consejerías y gobiernos, jardineros de parques y jardines, barrenderos, etc. También el Estado corre con otros gastos que contribuyen a resarcir o indemnizar a quienes han cumplido con sus obligaciones durante toda su vida (pensiones), o han sufrido percances laborales ajenos a su voluntad (paro) o responden al sentir mayoritario de la población (curas e iglesias), junto a subvenciones de otras actividades consideradas de interés público: sindicatos, votaciones, deportes, etc.

Toda esta forma de convivencia social está ahora en cuestión. Los que nos han llevado a la ruina estiman que el Estado gasta demasiado y debe ahorrar a toda costa. Y el Gobierno, que depende de la financiación de la deuda soberana para, aparte de los impuestos, obtener ingresos con los que hacer “sostenibles” sus prestaciones, acata escrupulosamente la orden y aplica la tijera con sumisa diligencia.

A quien considera que Mariano Rajoy es el mejor presidente de España habría que recordarle que este señor cobarde para las comparecencias periodísticas, mentiroso en sus declaraciones parlamentarias e incapaz de articular discursos sin construirlos con lugares comunes y latiguillos verbales, es el que más ha subordinado su actuación al servicio unilateral del capital, no de los ciudadanos que lo eligieron. Este señor la tiene emprendida contra los funcionarios y aquel modelo social basado en la solidaridad colectiva que se teje con los hilos del Estado del Bienestar. A unos y a otros los está destruyendo con la excusa de una “crisis” que intenta subvertir este modelo de sociedad por otro donde las prestaciones o servicios públicos, una vez eliminados o reducidos a su mínima expresión, sean “mercantilizados” por la iniciativa privada. Ello podrá ser muy coherente con la ideología “neoliberal” del señor Rajoy y el partido que lo sustenta, pero supone un chantaje a unos empleados públicos que nada tienen que ver ni con la crisis ni con la mentalidad e intenciones de Mariano Rajoy.

Mientras a los bancos y al sistema financiero, en general, se les inyecta cuántas ayudas sean pertinentes para equilibrar sus cuentas, sin exigencia de responsabilidades, a los ciudadanos que optaron por un empleo en el sector público se les exprime con la excusa de que su puesto de trabajo está asegurado, como si eso fuera verdad o una bicoca ganada por sorteo. Porque, aún cuando la estabilidad laboral sea mucho más sólida comparada con la arbitrariedad empresarial privada, la pérdida de la condición de empleado público está contemplada en la normativa que regula su función, y sus retribuciones, en cambio, son manifiestamente inferiores a las del sector privado, sobre todo en épocas de expansión económica, cuando cualquier peón de albañil ganaba más que un profesor de universidad.

Y como es más fácil “recortar” gastos que incrementar ingresos (subir el IVA hace que se consuma menos), el Gobierno reduce “gastos”. Ya ha reducido drásticamente en educación, sanidad y prestaciones sociales (dependencia, pensiones, gasto farmacéutico, becas, etc.) y en el sueldo de los empleados públicos. Cada vez que se quiere arañar algunas décimas al déficit público, se rebaja o congela el salario de los funcionarios. Lo han hecho todos los gobiernos de la democracia cuando han tenido problemas presupuestarios, pero el actual Ejecutivo de Mariano Rajoy lo practica con insolente descaro. En dos años de gobierno, ha congelado las remuneraciones funcionariales por segunda vez y ha eliminado una paga extraordinaria, además de reducir en más 300.000 personas la plantilla de empleados estatales gracias a la limitación del diez por ciento de renovación de los que se jubilan. Y, encima, pretende que creas que lo hace por garantizar la “sostenibilidad” de los servicios públicos.

Sometidos a semejante chantaje, los funcionarios -que suelen ser tildados por parte de políticos de medio pelo como “privilegiados” y “vagos” cuando desean enfrentarlos al conjunto de los trabajadores-, han de aceptar con estoicismo todas estas ofensas y las injustas medidas que se aplican contra sus retribuciones y condiciones laborales. Lo hacen, empero, con el mantenimiento de su dignidad intacta. Porque quienes cobran sobresueldos, se financian irregularmente, compatibilizan una dedicación pública con actividades privadas y viven confortablemente en la élite de una ubicación política, se la tienen jurada: hay que castigar a los funcionarios, al menos hasta 2014. En 2015, año en que están previstas nuevas elecciones, ya les satisfarán con algún caramelo. Y si no, al tiempo para comprobarlo. Así de ruin es la estrategia gubernamental en el chantaje a los funcionarios.

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