martes, 6 de agosto de 2013

Aprietos en la Conferencia Episcopal


Para un agnóstico, como yo, la religión es como la petanca: querencias de la gente. Respeto por igual a unos y otros, tanto si les da por asistir a misas como a jugar con pelotas metálicas en el albero. Mientras se dediquen a lo suyo y me dejen dedicarme a lo mío, la convivencia entre creyentes, petanqueros y demás colectivos sociales está asegurada y será pacífica y tolerante. Lo malo es cuando algún grupo intenta que abraces sus preferencias, incluso mediante la connivencia de los poderes públicos. Entonces me soliviantan y de la indiferencia paso a la reacción defensiva, defensiva de mi libertad, con el rechazo y un activo enfrentamiento contra cualquier expresión de fanatismo, ya sea religioso, deportivo, cultural o social. No tolero a los dogmáticos que se creen en posesión de la verdad, menos aun si la consideran absoluta y, por tanto, excluyente. Es una actitud incómoda que te obliga a estar en permanente alerta pues abundan los fanáticos y su peligro de propender a ahormar la vida de los demás conforme sus particulares criterios, considerando al disiente como alguien sumido en un error del que hay que librar. Parecen mansos, pero son sumamente sectarios y despóticos: su visión del mundo es la única posible y legal. Restringen tu libertad.

Acostumbrados a hábitos, tradiciones y fidelidades gregarias, el cuestionamiento de supuestas evidencias obliga a una constante pedagogía. Así, debes comparar que pretender que todos los españoles han de jugar a la petanca por imperativo histórico, por ejemplo, y que la población en su conjunto, practique o no ese deporte, financie la organización que regula dicho juego y al personal de su estructura, es tan peregrino e injusto como aceptar que el Estado, incluso declarándose aconfesional, esté obligado a legislar usos y costumbres de acuerdo a una determinada moral y deba asignar parte de su Presupuesto a sufragar las necesidades de la confesión religiosa que lo exige. Cuesta creerlo, pero es lo que sucede en España, donde un Estado constitucionalmente aconfesional elabora leyes tuteladas por la Conferencia Episcopal española, como la última reforma del aborto: un auténtico retroceso en el reconocimiento del derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad, según parámetros científicos, que son discutidos por sectores minoritarios ultraconservadores, amparados y amplificados por la Iglesia católica.

Esta postura de absoluta intransigencia monolítica de la jerarquía católica de España queda en entredicho con la actitud amable, serena, sencilla y humilde del nuevo Pontífice de Roma, el jesuita Jorge Mario Bergoglio. Y aunque no se desvía ni un milímetro de la doctrina y los dogmas de la iglesia que representa, pone el acento en los graves problemas que preocupan seriamente a las personas, sean feligreses o no, como esa “globalización de la indiferencia” que orilla en la pobreza a la mayor parte de la población del mundo para que la brecha con la minoría rica se ensanche. Aplicar el sentido común y focalizar en los pobres la atención eclesial ha hecho enmudecer a los primados de España, encabezados por monseñor Rouco Varela, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal. Y atrae la curiosidad de los que observan estos comportamientos sin sentirse concernidos por ninguna disciplina ni voto que le obligue a ello, sino para defender la libertad y la pluralidad de la sociedad.

El papa Francisco, como ha elegido llamarse este arzobispo de Buenos Aires al sentarse en la silla de San Pedro, sorprende al manifestar su acuerdo con la “laicidad del Estado”, hecho que demonizan los prelados españoles, quienes denuncian en cada pastoral el “pecado” del laicismo por el que se despeña la sociedad, si la política en la  que influye la curia no lo impide. Por eso, aunque sólo un 20 % de la población comulgue con los preceptos de la Iglesia, el Estado “aconfesional” español corre con los salarios de los sacerdotes y la jerarquía católica, retribuye a los profesores de catolicismo (que no de religión) en la educación pública obligatoria, reintroduce la asignatura de religión con valor académico y mantiene un tropel de capellanes en cárceles, cuarteles, cementerios y demás lugares públicos que, a pesar de lo que diga la Constitución, convierten a España en un Estado nacionalcatólico de recia raigambre, sin que el Gobierno se digne a valorar la idoneidad y sostenibilidad de esta servidumbre tan inconstitucional como privilegiada.

Y es que este papa, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro,  declara, además, no ser nadie para juzgar a los homosexuales, no considerando que ello represente ningún problema para acercarse a la iglesia, con lo que desacredita la obsesión clerical española por los asuntos sexuales y esas desviaciones diabólicas que, en opinión de los purpurados patrios, como el de Alcalá de Henares, sólo sirven para corromper y prostituir almas que “piensan ya desde niños que tienen esa atracción hacia las parejas del mismo sexo”.

Sólo por poner en aprietos a los inmovilistas de la Conferencia Episcopal, que callan inquietos y desubicados, este papa despierta el entusiasmo de hasta ateos confesos y descreídos como yo. Bien es verdad que no era necesario hacer ninguna revolución ni organizar un cisma para recriminar a la cúspide orgánica católica de este país su manía por anatemizar cualquier libertad que escape a su censura inquisitorial, máxime si el propio Rouco Varela predica que España es un país de misión, vencida por relativismos y anticlericalismos; es decir, necesitada de que la vuelvan a evangelizar, por pretender que exista separación Iglesia/Estado, que las creencias se reduzcan al ámbito individual de las personas y que se reconozca la pluralidad de una sociedad rica en valores, ideas y maneras de pensar y vivir.

La inquietud trascendental es consustancial de la esencia humana e interroga a la parte inefable de la vida, al buscar sentido a una existencia que está envuelta en silencio y vacío. No es fruto más que de la inteligencia humana que elucubra sobre su lugar en el mundo y crea cosmovisiones que se convierten en dogmas y se intentan imponer por los administradores “profesionales” de la fe, sin respetar la discrepancia y el disenso, como suele hacer la Conferencia Episcopal española.

Por ello este papa es tan atractivo, al menos de momento. Hace hincapié en otros asuntos menos conflictivos, pero más preocupantes, para la mayoría de los ciudadanos de cualquier querencia, como es la pobreza, la austeridad, la comprensión y la misericordia, en una economía globalizada que genera indiferencia, explotación y miseria, impropias de la dignidad humana. Son las maneras de este jesuita argentino, tan suaves como su acento, lo que llama la atención en los mensajes iniciales del nuevo  primado de Roma y de sus iniciativas de no amparar a los pedófilos con sotana, señalar lo podrido en los escándalos sexuales del cardenal Ricca, empezar a limpiar la corrupción del banco vaticano y, sobre todo, de poner en aprietos a la Conferencia Episcopal española. Son actitudes nuevas, aunque nada cambie, en una entelequia que imagina traducir la voluntad de Dios

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