El caso del extesorero del PP es particularmente grave. No
se trata sólo de un señor al que la avaricia le empuja a engañar a su
propio partido para su enriquecimiento personal. Es algo peor: es la sospecha
de determinadas “prácticas” fraudulentas que permiten la financiación de las
actividades de los partidos, irregularidades de las que se aprovechan desaprensivos
de toda índole para el lucro personal. Siempre se ha dicho que los partidos no
pueden cubrir sus gastos con las simples cuotas de sus afiliados ni con las
subvenciones oficiales. Por ello crean fundaciones y elaboran diversas
estratagemas para recaudar fondos que posibiliten una financiación insuficiente.
Gastos astronómicos que, al conocerlos, causan pavor. Téngase en cuenta que los
emolumentos de muchos altos dirigentes superan, con creces, los sueldos de los grandes
ejecutivos de cualquier empresa. Y todo ello es dinero público, de una u otra forma.
Donaciones anónimas, patrocinios, concursos públicos
“preconcedidos”, comisiones de empresas que aseguran su relacionan con la Administración ,
actos partidistas que se disfrazan de institucionales para que los sufrague el
organismo oficial de turno y mil “chanchullos” más que sirven para lograr esa
“liquidez” que posibilita el funcionamiento de los partidos. Mil oportunidades
a disposición de quien, sin escrúpulos
legales o morales, se halla en medio de un caudal de dinero en el que sólo
tiene que sumergir la mano para “mojarse” de las “ganancias”, máxime si todo
ello escapa a cualquier control, por su propia naturaleza irregular. De esas
prácticas que destruyen el sistema inmune
(defensivo) de las formaciones, brotan los gürtels que, cual enfermedades
oportunistas, aprovechan para “chupar” hasta la última gota sangre que alimente,
a base de euros, la vida de los partidos. La multiplicación de estos casos
delata la existencia de un cáncer que interesa a órganos vitales de la
democracia, poniendo en serio peligro la convivencia ordenada y pacífica de la Sociedad. Las
metástasis de este cáncer ya infectan los límites de la propia Jefatura del
Estado, los partidos políticos y las administraciones públicas. No se trata, por
tanto, de un mal menor, sino una enfermedad “mortal” que hay que abordar de
forma contundente e inmediata, como algo que nos concierne a todos.
La “medicina” que se debe aplicar es de sobra conocida,
aunque los “pacientes” sean reacios a tomarla. Para empezar, los partidos políticos
y el Gobierno deben adoptar medidas para que la transparencia absoluta se
imponga -voluntariamente o mediante la ley- en la contabilidad de sus finanzas y
no dejen ningún resquicio a la opacidad, haciendo público cualquier ingreso, de
la naturaleza que sea, y todos los gastos (salarios incluidos) que se realicen
con el dinero de los contribuyentes. En realidad, no existe ningún impedimento
para llevar esto a cabo, salvo la voluntad expresa de no hacerlo. Ya no vale la
excusa de que la financiación está fiscalizada por el Tribunal de Cuentas
porque, hasta la fecha, ese organismo no ha podido, sabido o querido detectar
ninguna de las “irregularidades” que terminan “evolucionando” hacia los casos
de corrupción que salpican la política nacional. Ni siquiera Hacienda o la Agencia Tributaria ,
con toda su facultad para descubrir fraudes, ha advertido los denominados
“sobres” que presuntamente se repartían determinados dirigentes para engrasar
una maquinaria de favores que tejen una red clientelar en la que todos acaban
“atrapados”, de manera activa o pasiva. La transparencia y el control rigurosos
tal vez no habrían evitado la comisión de estas prácticas, pero las hubieran
dificultado en gran medida..
La publicidad en su funcionamiento y la obligación de hacer
público todos los ingresos y gastos en los que incurra todo organismo que
conste con financiación pública (Estado, Gobierno, Ayuntamientos, Comunidades
Autónomas, Parlamentos, Diputaciones, partidos, sindicatos y demás entidades
subvencionadas), en cualesquiera de los momentos procedimentales que se deseen
consultar por los ciudadanos, impedirían la proliferación de estos graves y
bochornosos casos de corrupción que tanto socavan la credibilidad de la
actividad política y, en general, del sistema democrático en España.
Pero yendo un paso más allá del mero control administrativo
de los dineros de los contribuyentes, sería urgente la modificación de la
normativa electoral, en el sentido de permitir que sean los electores los que
elijan, a través de listas abiertas, los candidatos que prefieran de entre los
que se presentan por cada opción política. De esta manera, los elegidos
deberían su confianza a los votantes de cada circunscripción y su reelección no
vendría determinada por los intereses de los aparatos del partido. Su trabajo y
su dedicación estarían orientados a satisfacer las demandas de quienes los
votaron y no a seguir ciegamente las directrices partidistas.
Junto a las listas abiertas, sería imprescindible la
limitación de mandatos. Todas las “camarillas” y familias que se forjan en los
partidos políticos nacen del sentido patrimonialista que emerge en quienes
desempeñan durante tiempo ilimitado cualquier función orgánica o institucional,
ya sea en las formaciones políticas como en los cargos públicos. La conveniente
renovación de personas, tras un período tasado para el ejercicio de un cargo
político (desde Presidente de Gobierno a simple concejal municipal), evitaría
el enraizamiento de intereses que conforman esa red clientelar que sirve de
caldo de cultivo a la corrupción.
Y es que, con cerca de medio siglo de democracia, ésta forma
de gobierno requiere de una actualización en sus procedimientos para que
continúe, gracias a la confianza que inspira en los ciudadanos, brindando el
mejor modelo de participación colectiva que se conoce y el mayor periodo de
paz, progreso y justicia jamás disfrutado en España. Lo que nos jugamos, pues,
es mucho, y ello exige compromiso: a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario