La celebración del Día de la Constitución sólo
sirve para la representación teatral de una clase política que en este día le
rinde un culto hipócrita, tras mantenerla arrinconada el resto del año con el
incumpliendo de sus preceptos y valores. El Estado que define la Constitución de 1978,
en su Título preliminar, como Social y Democrático de Derecho es continuamente,
máxime en la actualidad, negado en la realidad al limitarse o eliminarse desde
el Gobierno el contenido social de unos derechos reconocidos a los nacionales
en relación al trabajo, la vivienda, la salud, la educación y la justicia,
entre otros, imprescindibles para garantizar la igualdad y la libertad de los
españoles.
Las “reformas” de todo tipo, en nombre de la sacrosanta
economía, han venido a “reducir” estos derechos por parte de los mismos que,
serios y circunspectos, declaran inmutable y llena de vitalidad una
Constitución a la que desprecian con sus decisiones e iniciativas. Las
prestaciones públicas que son la base de un Estado social son cuestionadas como
gasto por esos políticos, “constitucionalistas” de boquilla, al objeto de liquidarlas
por insostenibles, según parámetros mercantilistas. Es al mercado y no a los
ciudadanos, en última instancia, lo que la Constitución protege y
lo que mueve a emprender la única actualización del texto legal en los últimos
años, al introducir la prioridad de atender la deuda del Estado antes que
cualquier derecho garantizado por ella.
Si la
Carta Magna de un país se convierte en un listado de buenos
propósitos que no obligan a los poderes públicos más que cuando afectan a los
intereses del Capital, no es de extrañar que lo único que aprecian de ella los
ciudadanos sea la posibilidad de descansar y enlazar días de asueto. Su
contenido se ha vaciado de significaciones que comprometan ni al Gobiernos ni,
por extensión, a la población. Se ha convertido en un símbolo hueco.
Tan hueco como el Día de la Inmaculada Concepción
de María, otro dogma que la religión se empeña en mantener en su obsesión
por considerar pecado todo lo relativo a las relaciones sexuales, aunque se vea
obligada a modificar otras “creencias” antes indiscutidas, como la estrella que
“guió” a los reyes magos, la improbabilidad de la burra y el buey en el portal
de Belén y hasta la existencia del purgatorio en el imaginario sobreenatural.
Ni a los más beatos de los feligreses les importa, a estas alturas, que una mujer
pariera un dios conservando su virginidad divina, sino la posibilidad de librar
otro día de descanso en el calendario laboral. Ya la Iglesia y sus
representantes terrenales habían demostrado la falta de todo contenido
esperanzador en la simbología trascendental con esa preocupación enfermiza sobre
las cuestiones reproductivas humanas (virginidad, aborto, bodas, etc.) antes
que a los problemas reales (trabajo, vivienda, usura de los bancos, esclavitud,
etc.) que afectan a todos los ciudadanos, incluidos los católicos. Tanto es así
que las únicas manifestaciones que se vieron acompañadas de obispos en este
país fueron contra el aborto como derecho de la mujer, sin sometimiento a tutelas
religiosas o médicas. ¿Cómo pueden todavía los “príncipes” de la Iglesia lamentarse desde el
púlpito que la gente se dedique a sus pasiones antes que a los cultos dogmáticos
en honor a una supuesta virgen? No es la castidad lo que santifica al ser
humano, sino la dignidad, la justicia y la libertad, junto al respeto y la
tolerancia, valores de los que rehúye la Iglesia cuando amenazan su dominante posición “política”
en los asuntos materiales, como es su “reino” en este mundo.
Por ello, los ciudadanos disfrutan de estas fiestas porque representan
días de descanso, sin cuestionarse ni por un segundo la oquedad de unos
cascarones tan presuntuosos. El aire que contienen deja, al menos, momentos de respiro ante tantas tribulaciones
e incertidumbres con que nos castigan estos tiempos de crisis y relativismo.
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