viernes, 7 de septiembre de 2012

Efectos colaterales

Los recortes económicos, la supresión de derechos, el empobrecimiento de quienes aún conservan un puesto de trabajo y la miserización de la mayor parte de la población no son las únicas secuelas de unas medidas que, lejos de erradicar la crisis económica que nos aqueja, parecen más bien  alimentarla, al propiciar la profundización de una recesión que la robustece.

La reducción del poder adquisitivo de los trabajadores, sumidos en el dilema entre un salario basura o la calle, cuando no directamente el despido masivo de obreros, el retorno de las condiciones laborales de semiesclavitud, la anulación de las garantías que protegían a la fuerza del trabajo, con la derogación de convenios y derechos conquistados tras años de lucha sindical, el copago en la sanidad, la culpabilización de los inmigrantes de nuestras dificultades y su desatención médica, la subida de impuestos, tasas, precios y gravámenes de todo tipo de forma indiscriminada, la eliminación de derechos sociales y espacios de libertad, la instrumentalización de la educación, la banalización de la cultura, el deterioro de los servicios públicos, el sectarismo en la confrontación política y, en definitiva, la imposición de valores mercantilistas como medida de cualquier fin social o público, entre otros, no son los únicos efectos que se derivan de esta pertinaz crisis y de las “soluciones” que se adoptan para combatirla.

Son, sin duda, los más inmediatos y dolorosos, puesto que condicionan y alteran la vida personal, familiar y social de cada ciudadano afectado. De disfrutar de un horizonte de estabilidad, que posibilitaba organizar la vida hacia el futuro, a sentir desasosiego por el desconocimiento de lo que deparará cada amanecer, acontece un cambio radical de difícil asimilación, a veces traumático, que no todos saben afrontar. Todo ello es percibido más como una agresión hostil que como una oportunidad que nos enfrenta a nuevos retos. Acostumbrados a determinadas condiciones, cualquier empeoramiento de las mismas nos parecerá negativo, aunque conlleven la corrección de desviaciones, abusos y errores que las viciaban. Y, aunque es cierto que los perjudicados son legión frente a los beneficiados de la actual crisis, los cuales son merecedores de toda comprensión y ayuda que se les pueda dispensar, también emergen  efectos “colaterales” que remueven hábitos y actitudes que participaron en no poca medida en la generación de los problemas que nos afligen e, incluso, en profundizar una crisis cíclica y previsible. 

Todas las estrecheces a las que nos enfrentamos deberían obligarnos, en primer lugar, a aceptar la nueva realidad que doblega nuestros deseos y contraviene la voluntad. Nos lleva a transitar de una época de abundancia a otra de escasez y austeridad, en la que aparece un escenario de nuevas normas con las que hemos de reorientar nuestra posición y el rumbo de nuestra existencia. Desvanecidos los tiempos dorados del consumo desenfrenado y el dinero fácil, suceden otros de precariedad y esfuerzo. Para empezar, la preparación y el mérito retornan como atributos del éxito, aunque no lo garanticen, lo que ha devuelto a los estudios a jóvenes de entre 18 y 24 años que antes hubieran preferido disponer de un salario como trabajadores poco cualificados. Han sido estos últimos, precisamente, las primeras víctimas propiciatorias de una crisis que los destina a las listas del paro.

Asimismo, percibimos con más claridad el falso paraíso de un mundo plagado de mercancías que no satisfacen ninguna necesidad, salvo la del consumo por el consumo. Valoramos ahora la cultura como emancipación, que nos descubre la autenticidad de nuestra naturaleza, y no como instrumento de alienación mediante el espectáculo, que cultiva la moral de rebaño. Escapamos, forzados por las circunstancias, de aquello que Marcuse señalaba como el mayor mal de la sociedad occidental: pertenecer a una sociedad hipócrita y conformista, esclava del consumismo y víctima de la representación.

Exigimos, al fin, el pragmatismo y la eficiencia en una gestión pública que prestaba atención preferente a la servidumbre política frente a las necesidades acuciantes de los ciudadanos. Se trata del efecto colateral que, por causa de la falta de recursos, obliga a transformar estructuras organizativas para que respondan a la función para la que fueron creadas y no a cubrir cuotas partidistas, como la reciente propuesta de reducción de adjuntos del Defensor del Pueblo andaluz, cuyo número respondía exclusivamente al de partidos representados en la Cámara de la Comunidad y no a criterios funcionales. O el efecto que hoy nos lleva a reprobar el derroche aberrante de construir aeropuertos sin utilidad, líneas de alta velocidad para trayectos sin demanda y toda clase de inversiones en cualquier municipio por el empeño personal de políticos carcomidos por la egolatría o la corrupción, metástasis incubadas en una sociedad rendida al consumo como aliciente para huir del tedio y la mediocridad.

La crisis golpea duramente a los más débiles e indefensos y deja indemne a una élite social que ha propiciado cuanto ha podido, con un comportamiento criminal de especulación y engaño, la creación y envergadura de ésta. Son los mismos que ahora recetan y aplican medidas que presuntamente nos permitirá librarnos de ella, cuando en realidad sólo sirven para afianzar aún más el poder y la capacidad de dominio que atesoran. No les importa precipitarnos al empobrecimiento y despojarnos de derechos, pero no pueden impedir que recuperemos, gracias a esos efectos colaterales, la potestad crítica para descubrir la farsa, una vez abramos los ojos sin el deslumbramiento del espectáculo. Son efectos colaterales de una crisis en la que no todo iba a ser negro.

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