viernes, 21 de septiembre de 2012

Condenada a padecer

Cuando parecía que la vida encarrilaba la madurez, una grave enfermedad la golpea a los cuarenta años y le obliga a un calvario de médicos y tratamientos. Las lágrimas surgen con facilidad ante cada infortunio de mala suerte, apagando el brillo con el que sus ojos escrutaban el futuro. La quimioterapia no sólo quemaba su cuerpo, sino también el ánimo de un espíritu antes inquieto y optimista. Había perdido la larga cabellera que solía adornar con horquillas de colores y la alegría que tenía dibujada permanentemente en la sonrisa. Sus venas no aguantaban ya tantas perforaciones ni los líquidos que les inyectaban, estallando cual globos que impregnan bajo la piel las huellas oscuras del sufrimiento. Ni siquiera la donación de su propia médula supuso una esperanza exenta de calamidades, porque la hizo sangrar más de la cuenta. Parecía condenada a padecer y estaba próxima a admitir la derrota. Sólo su madre y una hija la animaban a no tirar la toalla y a confiar en la medicina. Pero al entornar los párpados temía una nueva complicación y temblaba de miedo. No podía evitarlo y volvía a llorar.

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