sábado, 11 de agosto de 2012

¡Ofú, qué calor!

Ayer faltó poco para que me derritiera, como un helado, en medio de la calle. El sol caía a plomo y el país padecía uno de los días más sofocantes del verano, con los termómetros a punto de reventar los récords de calor que se recuerdan en Sevilla. Pero para un maníaco casi senil como yo, ir a tomar café fuera de casa es una costumbre que no se interrumpe más que por causa mayor, como sería estar ingresado en un hospital o atrapado en el trabajo. Por lo demás, cuarenta grados, más o menos, es la temperatura habitual de estas fechas en la región, a pesar de las informaciones y alertas que se irradian machaconamente a través de los medios de comunicación. Raro es el día que la televisión, cuando trata la información meteorológica, no avisa de las recomendaciones para limitar los efectos del calor en personas vulnerables, aconsejando mantenerse en sombra e ingerir abundantes líquidos. Y se explayan en estadísticas que demuestran que cada año se superan los registros históricos en cuanto una ola de calor, procedente del Sahara, naturalmente, asola puntualmente la Península, repitiendo imágenes de la señora que se abanica acaloradamente y adolescentes que se remojan en cualquier fuente de la vía pública. Son noticias cíclicas de todos los veranos.

Muchos creen, sin embargo, que he de ser un loco por salir a esas horas de la tarde, cuando el aire hierve en los pulmones, a cumplir con costumbres que no sólo te satisfacen, sino que también te hacen sentir un individuo consecuente con valores y criterios racionalmente asumidos. Porque, vamos a ver, si estos calores a los que debíamos estar acostumbrados han de impedir cualquier actividad innecesaria, como es ir a tomar café a un bar, ¿cómo podemos explicar que sobreviviéramos a tiempos, no tan antiguos, en que no existían los aires acondicionados ni en los establecimientos ni en los vehículos? Aún recuerdo, porque no es tan lejano, excursiones a la playa por estas fechas con el coche atestado de ocupantes y todas las ventanillas abiertas para combatir el calor, pasar el día arrumbados alrededor de una sombrilla, entre chapuzón y chapuzón, compartiendo la única sombra disponible, y regresar a última hora de la tarde, apretados y enrojecidos como gambas, a una casa en la que nos “refrescábamos” delante de los ventiladores, mientras nos embadurnábamos de nivea. Y nadie sucumbió de una insolación, al menos en mi familia.

Hoy, con tantas comodidades y bienestar en lo cotidiano, hasta la temperatura propia de la estación nos parece un calor insoportable e inaudito, como si nunca hubiéramos sufrido nada igual. Y, aunque me parece bien que se advierta de las consecuencias de no saber afrontar los riesgos que el calor provoca, la alarma exagerada y reiterada puede conducir a lo contrario, a hacernos temer y no saber afrontar un ambiente climático para el que nuestro organismo tiene defensas mediante la regulación térmica por el sudor y una sed que nos obliga a prevenir la deshidratación.

Pero, claro, hoy no queremos sudar, ni despeinarnos ni sentir calor. Así, instalamos aire acondicionado hasta en el cuarto de baño, con lo que el calor que producen hacia el exterior eleva aún más la temperatura de nuestras ciudades. Y si alguien decide salir a tomar café, rápidamente lo miran como a un demente, como si no existieran sombritas y agua que calmen la calor. ¡Locos están los que se buscan con tanto frío artificial una pulmonía de verano!.

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