Jamás sospeché que hacer “sostenible” el Estado de Bienestar
fuera en realidad un derribo en toda regla, su desmantelamiento absoluto bajo
la excusa de una crisis con la que se está barriendo en el continente cualquier
vestigio de todo lo que no sea una economía basada en el libre mercado, sin
regulaciones ni intervencionismo estatal. No creí que Europa fuera un conjunto
de países con gobiernos de tecnócratas impuestos o teledirigidos para ceder
soberanía a una Bruselas dominada por los neoliberales. Ni que sus “recomendaciones”
fueran de obligado cumplimiento, como el mismo Rajoy ha tenido que reconocer
cuando, renunciando a cualquier promesa, ha propinado el mayor hachazo de la
historia al poder adquisitivo de los trabajadores y les ha sustraído unos derechos
sociales y laborales conquistados por años de lucha.
Y todo por culpa de unos pocos, los especuladores de las
finanzas. Así, para solucionar el agujero bancario, el Gobierno del Partido
Popular contrae un acuerdo con la Unión
Europea para ajustar bruscamente el déficit nacional gracias a
un “préstamo” de 100.000 millones de euros. Y lo garantiza no con obligaciones y
compromisos de la banca, sino con aval público, transfiriendo recursos de los
ciudadanos a las finanzas; es decir, empobreciendo y esquilmando, en plena
recesión, a los trabajadores y clases medias. Ante la exigencia de mayor
“solvencia”, emprende recortes por más de 65.000 millones de euros en dos años
del dinero destinado al funcionamiento del caquéctico Estado de Bienestar que
aún teníamos. Cumpliendo todas las condiciones del rescate de Bruselas, Rajoy
acomete lo que jamás yo imaginé que pudiera hacer, sabiendo incluso que era un
representante de la derecha española: entregar el país a los depredadores
europeos para que arrasen con los escasos beneficios de la clase trabajadora:
su trabajo, su salario y sus sistemas de protección social.
De todos los recortes que Rajoy ha anunciado en sede
parlamentaria, ninguno afectará a la élite privilegiada de los más pudientes, a
quienes, por el contrario, se les concede una amnistía fiscal, sin penalización
alguna, para que retornen los capitales evadidos; ningún impuesto a las grandes
fortunas; ninguna exigencia a los bancos para que devuelvan las ayudas
concedidas para su saneamiento y capitalización; ninguna solicitud de
colaboración a las grandes empresas para que contribuyan creando empleo como
forma de repartir con la sociedad parte de sus ganancias; ninguna supresión de
exenciones a una Iglesia acostumbrada a los privilegios; ninguna referencia a
la austeridad de la Casa Real y
a un comportamiento menos bochornoso; ninguna mención de ahorro a los
militares; ninguna autocrítica a la clase política para que sea solidaria con
el pueblo al que desvalija, salvo algunas medidas anecdóticas para quienes disponen
de altos y múltiples emolumentos; nada al capital ni a los poderosos. Como en
las viejas sociedades estamentales, son intocables los de noble cuna.
Todos los sacrificios, en cambio, se dirigen hacia los
trabajadores: para ellos es la subida del IVA, la eliminación de la paga de
Navidad de los funcionarios y empleados públicos, recortes drásticos en la Ley de Dependencia y en las ayudas
a los cuidadores, de quienes se desconfía abiertamente hasta amenazar con
espiarlos, según Ana Mato, la peor ministra de Sanidad; supresión de la deducción por la compra de nueva vivienda,
cuando se acababa de reinstaurar: reducción de las percepciones del paro y de
las bonificaciones a la contratación, subida de impuestos al tabaco y en las
cargas medioambientales, nuevo recorte al presupuesto ministerial, ajuste del
número de liberados sindicales, supresión de los días de libre disposición en
la función pública, etc.
Jamás creí que llegríamos a estos extremos. No creí posible
que España fuera intervenida, y menos de esta forma: con engaños, mentiras y
amenazas; primero, negando decisiones que después se tomarían sin dudar, y
luego, mintiendo sobre las causas que excusan el empobrecimiento de la
población. Es descorazonador haber errado tanto en las posibilidades del país
para acabar siendo tratados como holgazanes. Pero lo más doloroso ha sido ver
el jolgorio y los aplausos con que la bancada popular recibía cada una de estas
duras medidas de Rajoy. Se alegraban de lo que va a producir más sufrimiento a
los desfavorecidos, del despojo de sus exiguos derechos. La consideración por
parte de la derecha política que sustenta al Gobierno sobre derechos laborales
quedaba resumida en el grito que emitió un ilustre parlamentario del Partido
Popular cuando desde la tribuna se desgranó la reducción de los liberados
sindicales: “¡A trabajar”!, profirió quien considera que los representantes de
los trabajadores en las empresas es un “lujo” innecesario e insostenible. ¡Ahora
me explico por qué Rajoy hace lo que hace!
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