lunes, 4 de junio de 2012

La poesía sevillana del barroco

La calle de Mateos Gago –antigua calle de Borceguinería-, nace a los pies de la esbelta torre de la Giralda y conduce al Barrio de Santa Cruz, un laberinto de callejuelas que mantiene apresado el tiempo embellecido de una postal para turistas que se conforman con el escaparate de una ciudad que gusta representarse.

Atravezando este barrio enmascarado alcanzamos una de las Puertas que daba acceso a los intramuros de la Sevilla barroca, cuando la decadencia se abatía sobre ella haciéndole padecer toda clase de dificultades. Es la zona de la Puerta de la Carne que, en el siglo XVII, a pesar de las epidemias de peste, la pobreza y la mendicidad, constituía un espacio de gran actividad comercial en la época. La del Barroco es la Sevilla de la crisis económica, política y social, la del declinar de la estrella de Sevilla, que la hundió en un periodo de declive sin paliativos, cuando hasta el río, que había sido vía de prosperidades extinguidas, era ahora causa de desgracias por sus inundaciones y por el retiro a Cádiz de un tráfico que proporcionaba la riqueza de una próspera actividad comercial y mercantil con las Américas.  

Toda esa miseria, donde la muerte resultaba tan próxima, estimuló una fuerte religiosidad en la población, de la que se nutre el Barroco sevillano. Sevilla se transforma en una ciudad-convento, cuyo peso religioso queda de relieve en la existencia de decenas de monasterios, conventos, parroquias y hermandades de penitencia que buscan la expiación de sus pecados.

La calle Mateos Gago, decimos,  nos conduce también a la calle Rodrigo Caro, nombre del poeta, escritor, abogado y sacerdote sevillano, autor de la famosa Canción a la ruinas de Itálica, obra que le sirve para expresar sus reflexiones sobre el impacto que le produjeron los restos arqueológicos de este enclave romano. Precisamente esa es una de las características de los poetas del barroco: hacer uso de sus versos para exponer reflexiones morales, su espanto ante la brevedad de la vida y la inestabilidad de la fortuna, en un período en que la población vive cada vez peor y está sometida a dificultades insoslayables.

Rodrigo Caro forma parte del grupo de poetas barrocos, herederos de Fernando de Herrera, al que pertenecen Juan de Arguijo, músico y mecenas de artistas, cuyo nombre poético fue Arcicio, con el que firmaba obras que se apartaban de lo gongorino para buscar la erudición clásica y arqueológica, Francisco Medrano, que perteneció a la orden de los jesuitas hasta que decidió abandonarla para dedicarse a la poesía como principal actividad, y Francisco de Rioja, un poeta original que construía sus poemas de manera cuidada y refinada, consiguiendo una perfecta armonía entre la versificación y los temas que abordaba. Se le conoce también como el poeta de las flores, a las que dedicó innumerables silvas (métrica que se convierte en la forma barroca por excelencia), pues consideraba a éstas como emblema de la fugacidad de las cosas humanas, especialmente del amor, tan efímero.

Atravesando el laberinto de callejuelas angostas y paredes encaladas de un blanco tan puro que destella brillos azules, llegamos a la iglesia de Santa María la Blanca, que se levanta sobre los escombros de la antigua sinagoga judía. La calle en que se ubica, del mismo nombre, tiene su comienzo en aquella Puerta de la Carne bulliciosa de la Sevilla barroca, donde a extramuros se levanta la actual sede de la Diputación provincial y en cuyo solar se hallaba un viejo cementerio hebreo. Dice la leyenda que unos mendigos, en 1580, encontraron allí sepulturas con esqueletos ataviados con ricas vestiduras y que algunos cadáveres abrazaban libros, porque era costumbre enterrar al autor con su obra.
¡Oh Sevl
Y no es extraño porque esa Puerta de la Carne era la de las Perlas cuando pertenecía a la desaparecida judería auténtica y, a extramuros, se hallaba la primera necrópolis hebrea  de la ciudad. Ya no queda nada de ese pasado judío salvo el recuerdo que acompaña al aroma del pan con el que solían celebrabar el fin del ayuno del Yom Kippur y el presentimiento de viejos fantasmas de ilustres eruditos judíos, como Yohanan Ibn Daud –Juan de Sevilla al hacerse converso-, el sabio rabino David ben Abudarham, experto en astronomía, o Ben Sahl, uno de los principales poetas judíos que huyó de Sevilla cuando el rey cristiano Fernando III, el Santo, conquista la ciudad en 1248.

Pero sin abandonar la calle de Santa María la Blanca podemos llegar a la primitiva casa de Miguel de Mañara Vincentelo de Leca, situada en la colindante calle Levíes, disoluto y después beato caballero que constituyó un ejemplo moral por su dedicación hacia los necesitados, tanto para los sevillanos del XVII como para los de hoy en día. Imbuido en la religiosidad de la época, Mañara será testigo de la epidemia de peste que sesgará la vida de la mitad de la población de Sevilla, en 1649. Ese ambiente de absoluta decadencia, junto a la muerte de su esposa, hacen que este hijo de una familia acomodada se incline por la beneficencia y se dedique a socorrer a quienes sufren calamidades, ingresando primero en la Hermandad de la Caridad, entre cuyas funciones estaba la asistencia a enfermos abandonados y el enterramiento de ajusticiados y ahogados, y fundando posteriormente un hospicio que se convertiría en el Hospital de la Caridad que todavía perdura como museo a orillas del Guadalquivir.

Es así como las calles nos remiten a épocas y personajes que se vuelven inmortales porque forman parte de la cultura que se disuelve en la eternidad para moldear la realidad y la historia que se transmite a través de generaciones. Por eso es posible, sin abandonar un mismo barrio, perseguir el espectro de poetas del barroco que dan nombre a una topografía laberíntica y captar recuerdos de civilizaciones que no guardan una relación temporal con ellos, pero sí espacial al compartir un mismo hogar. Todo ello con la ingratitud de una memoria selectiva con que la ciudad preserva a sus personajes preferidos, dejando a otros sumidos en el olvido, entre los pliegos apolillados de las bibliotecas. Es el caso de  Juan de Salinas y Castro, que escribió poemas burlescos y letrillas en tono hedonista, bastante alejados de la gravedad de su condición sacerdotal; y de Andrés Fernández de Andrada, sevillano que murió en México en la más absoluta pobreza e ignorado por todos, pero al que se le conoce básicamente por ser el autor de una obra que figura en todas las antologías de poesía clásica: la Epístola moral a Fabio, cumbre de la epístola horaciana en España.

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