sábado, 28 de abril de 2012

Fernando Moreno Andrade

A cierta edad nos produce vértigo la longitud del camino recorrido y la de recodos por donde hemos ido dejando a quienes durante algún tiempo nos acompañaron. Cuando el olvido se apiada, miramos hacia atrás y con escalofrío descubrimos un horizonte por el que se pierde el rastro de tantos amigos y compañeros, con los que compartimos un tiempo y un trozo de vida. Y aunque nunca se perdieron del todo, de vez en cuando tropezamos con ellos en los cruces que enlazan nuestros destinos.

A Fernando Moreno Andrade lo conocí cuando empecé la aventura laboral en la Córdoba de finales de los años setenta. Era nuestro primer destino como enfermeros de un hospital nuevo y en una ciudad que entonces no apreciábamos tanto como hoy. Como sevillanos “chovinistas”, gastábamos y aguantábamos chascarrillos por la inevitable rivalidad entre ciudades hermanas para entretener un tiempo que entonces nos parecía sumamente lento. Sólo estuvimos un año en la ciudad de la Mezquita, durante el cual, vestidos con bata blanca o de calle, emparejamos profesión y ocio. Fue él quien me enseñó donde servían el solomillo a dos salsas en la judería cordobesa, sobre plato de madera, antes incluso de que se pusiera de moda en un ventorrillo sevillano, o la taberna que preparaba una lechuga frita, a la que vuelvo cada vez que puedo.

Mientras yo cumplía mis obligaciones en las plantas clínicas, Fernando hacía lo propio en radiología. Y cuando hube de estar ingresado como enfermo unas semanas, su ayuda y cercanía permitieron las visitas de mi mujer y calmaron mi impaciencia por escapar de una condición de la que renegaba. Sin embargo, asentados definitivamente en Sevilla, nuestra relación se fue espaciando, limitándose sólo a fugaces encuentros por los pasillos o al intercambio de impresiones durante esas casualidades que te permite un centro comercial, en las que enseñas fotos de los hijos y ya de los nietos.

De Fernando me atraía su calma y serenidad, lo que no le impedía enfrentarse a los atropellos e injusticias que a menudo se producen en el ambiente laboral. Sabía que había asumido responsabilidades de gestión en ese destino de radiología del que nunca escapó, adonde lo iba a buscar cada vez que precisaba una radiografía. Siempre nos hemos reído de la estulticia que nos rodea con la benevolencia de la ironía, como si el tiempo siguiera detenido en aquella Córdoba abarcable de nuestra juventud.

Ahora, de pronto, tengo conocimiento de las circunstancias por la que está pasando y no puedo menos que sentir el vértigo de cuán lejos hemos llegado y de los peligros que nos reserva la edad. Este postrer cruce de caminos empieza a mostrar las heridas que soportamos, aunque nuestros ojos se empeñen en reconocer sólo la imagen grata del inicio de la aventura. Es por ello que en Fernando no veo a un compañero, sino a un amigo al que deseo una pronta recuperación para seguir cruzándome con él hasta donde nos conduzcan nuestros caminos.

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