martes, 24 de enero de 2012

¿Hay vida más allá del mercado?

Sumidos y acobardados con los “ajustes” que todo el mundo piensa que deben acometerse para que el “sistema” siga funcionando, a través de las “reformas estructurales” que sean pertinentes, no nos planteamos siquiera la posibilidad de otras alternativas que no supongan el reforzamiento, atendiendo a sus propios criterios, de una economía libre de mercado que, en vez de procurar el bienestar de los ciudadanos, persigue sólo su perpetuación como único sistema posible.

Sumidos y acobardados con los padecimientos que todos los “recortes” suponen, al parecer único modo de evitar la quiebra a que conducen los “despilfarros” de distintos gobiernos occidentales, aceptamos cual verdad revelada que las recetas de los organismos veladores de la vigencia capitalista son imprescindibles para devolver la salud a unos mercados aquejados de “desconfianza”, mercados invisibles pero todopoderosos que hacen viable el funcionamiento de gobiernos y sociedades. Tan constante y machacón es el goteo de estas ideas de claro signo neoliberal que nadie las discute ni las pone en cuestión. No hay vida, según ellas, fuera de la economía de mercado y del sistema capitalista, en el que los países se limitan, cual puestos de un mercadillo callejero, a facilitar la exhibición de las mercancías “soberanas” que dan “juego” a los grandes especuladores del negocio. Son esos poseedores de fabulosos capitales los que determinan qué medidas son convenientes para continuar invirtiendo en las “tiendecitas” patrias, donde calculan alcanzar grandes ganancias, obligando al Estado a inhibirse de cualquier intervención en la sacrosanta norma de la “oferta y la demanda”.

Derrotada la planificación de la economía y el papel del Estado como distribuidor equitativo en la riqueza nacional, el capitalismo se erige como único modelo existente a escala mundial. Su mantenimiento precisa de sociedades en las que el liberalismo político facilite al capital privado cualquier posibilidad de negocio, sin más cortapisa que la susodicha “oferta y demanda” de forma libérrima; es decir, toda necesidad ha de ser satisfecha por el mercado, sin que el Estado la atienda. De ahí que regímenes socialdemócratas, que no cuestionan el capitalismo pero se atreven a financiar servicios públicos para aquellos -la mayoriía- que no pueden costeárselos, sean considerados actualmente como despilfarradores y causantes del endeudamiento de las economías nacionales, como si ello fuera el origen de la crisis que nos empobrece.

Se olvidan los “brujos” de las recetas que tantos recortes nos procuran que son precisamente ellos, los que manejan los hilos de la supervisión económica, quienes creando productos novedosos y aparentemente de altísima rentabilidad hicieron sucumbir bajo el peso de la avaricia los mercados de financiación del que se nutren negocios, bancos y países que han de actuar en una economía global. Es a ellos a quienes que habría que exigir responsabilidades, además de controlar más severamente los mecanismos de actuación con los que operan en detrimento de la neutralidad y fiabilidad del sistema. Es a los bancos y a las agencias de calificación a las que habría que regular para que, sin perder su finalidad de lucro, no prioricen sus intereses en perjuicio de las economías nacionales.

Entonces se liberarían los Estados de la obligación de corregir unos déficits que no causaron la crisis económica, salvo casos de extrema insolvencia, sino que la palian. No hay que estigmatizar al Estado del bienestar como derroche o despilfarro, antes al contrario, defenderlo y perfeccionarlo como instrumento de acción colectiva que procura el bien común a través de servicios públicos que la mayoría de la población no puede conseguir por sí sola, individualmente.

Las “recetas” que nos impone un determinado modelo liberal para reactivar la economía persigue un crecimiento económico que beneficia sólo a una minoría bien situada y rica para aprovecharlo, elevando el “índice de Gini” (la distancia que separa a ricos y pobres), sin importarles los costes humanos de las mismas y las consecuencias que nos avocan a una nueva recesión, más paro e parálisis del consumo en las familias.

Hay alternativas para, sin desdeñar la economía de mercado, someterlo a regulaciones que impidan su voracidad ciega e inmoral. La mayoría de la población somos beneficiarios del bienestar que entre todos nos dotamos con unos servicios públicos que no debemos tolerar sean tachados de “gasto” en virtud de unos cálculos descaradamente intencionados para suprimir prestaciones sociales. Ya a comienzos del siglo XX, el papa León XIII advertía sobre “la corrosiva amenaza que representaban para la sociedad los mercados económicos no regulados y los extremos excesivos de riqueza y pobreza” (Tony Judt, “Algo va mal”, pág. 49).

Existen otros mecanismos para combatir la crisis que, siguiendo a Keynes, se basan en incrementar el papel del Estado y la intervención económica contracíclica. Pero, fundamentalmente, no dejándonos engañar por los oráculos que sermonean de economía, porque tras diagnósticos aparentemente objetivos nos están conduciendo a escenarios más favorables para sus intereses particulares, con la excusa de que sus medidas son útiles para la sociedad aunque no sean sometidas a escrutinio público. En palabras de Keynes: “Los hombres prácticos, que se consideran exentos de toda influencia intelectual, suelen ser esclavos de algún economista ya caduco.” (Ob. Cit., pág. 107)

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