viernes, 13 de enero de 2012

¿Es política sinónimo de corrupción?

La respuesta a la pregunta del título puede parecer obvia en la actualidad cuando en la prensa abundan las noticias sobre irregularidades y prácticas fraudulentas cometidas por políticos de cualquier color instalados en todos los niveles de la Administración pública, tanto nacional y autonómica como municipal. Causa estupor tropezarse cada día con la aparición de un nuevo episodio cuya turbiedad y desfachatez para saquear el dinero de las arcas públicas deja pequeño todo lo conocido con anterioridad. Lo último -hasta ayer, porque hoy no sabemos qué aflorará-, es la revelación de que el exdirector general de Empleo de la Junta de Andalucía, principal imputado en el fraude de los ERE, Javier Guerrero, se “autoconcedió”, a través de su antiguo chófer, Juan Francisco Trujillo, 900.000 euros para gastárselos entre ambos en drogas, fiestas y copas. Llama la atención que la ausencia del más mínimo control hiciera posible que un alto funcionario autonómico pueda disponer alegremente de fondos destinados a subvencionar empresas en crisis para regalárselos arbitrariamente a familiares, amigos y camaradas sin que ninguna alarma saltase durante años. Nadie verificaba la existencia de proyectos que justificaran la concesión, ni se exigían certificaciones sobre su destino y uso, ni se comprobaba o investigaba la identidad personal y fiscal del solicitante: bastaba un simple folio garabateado por el peticionario y la conformidad del imputado para beneficiarse de una ayuda escandalosa que se detraía de unos recursos, siempre insuficientes, con los que la Junta de Andalucía intentaba paliar situaciones delicadas de empresas y trabajadores en dificultades y abocados, sin este socorro, al cese de actividad.

Lo grave es que no se trata del único caso de corrupción que se descubre en el ámbito de la política, sino del último en detectarse e investigarse por la Justicia, aunque esta vez fuera la propia Junta de Andalucía la que lo denunciara. Existen otros muchos que se acumulan a espera de que la policía y agentes de organismos varios (Hacienda, judiciales, etc.) reúnan las pruebas pertinentes para que actúen los tribunales y depuren las correspondientes responsabilidades. Paralelo al anterior, se da la circunstancia de que también en estos momentos no uno sino dos expresidentes autonómicos, Francisco Camps (Valencia) y Jaume Matas (Baleares), están ofreciendo la imagen más deplorable de la política cuando se aleja de su noble cometido de servicio público y sucumbe a patrimonializar su poder e influencia con un propósito espurio: ambos dirigentes acuden cada día a sentarse en el banquillo de los acusados, imputados por sendos delitos de cohecho, prevaricación y malversación de caudales públicos, entre otros, y las grabaciones que se escuchan causan vergüenza ajena.

Que nada menos dos expresidentes de Comunidad Autónoma acaben siendo juzgados, además de la próxima comparecencia como imputado de un familiar de la Casa Real (lo que eleva la corrupción hasta las más altas instancias), es muestra significativa y preocupante de que un imparable fenómeno delictivo parece afectar al ámbito de la política en nuestro país. Los gürtel, malaya, minutas, faisán, brugal, roldán, fabra, lino, palau, campeón, etc., impregnan con su mal olor la labor política española y transmiten la apariencia de que todo está profundamente corrompido. Un mapa salpicado de casos de corrupción, como un sarampión, se extiende por todas las regiones españolas, independientemente de la orientación política de cada gobierno. No puede, pues, resultar extraño que, ante estos sucesos, el consumidor de información periódica concluya que la política en nuestro país está irremediablemente podrida. El hartazgo ante tamaña proliferación de sinvergüenzas puede generar la progresiva desconfianza entre los ciudadanos hacia una política desacreditada (¡todos son iguales!) y, lo que es peor, una letal decepción en la democracia como el sistema de convivencia en sociedades complejas y plurales que mejor garantiza los derechos de todos y dificulta la arbitrariedad de nuestros representantes.

Precisamente uno de los logros de la democracia es el conocimiento de hechos y conductas impropias que se producen en su seno por quienes abusan de la confianza depositada en ellos. Es posible que cierta debilidad institucional y procedimientos no rigurosamente controlados posibiliten la labor de rapiña de unos desaprensivos que aprovechan cualquier oportunidad para satisfacer sus intereses personales, con claro menosprecio del bien común. Sin embargo, el afloramiento a la luz pública de tales irregularidades no debería utilizarse para desprestigiar al modelo social que mayor progreso y bienestar procura a los ciudadanos. Ningún otro sistema político permite que la mayoría de las conquistas sociales sean resultado de la voluntad popular, libremente expresada. Y no deberíamos consentirlo porque, entre otras cosas, hay interesados en propalar la desconfianza y la indignación (¿suena de algo?) como medio para conseguir, a través de la decepción y el desencanto, sociedades políticamente poco exigentes y maleables. Hay cálculos que basan su apuesta en la abstención y desafección de la gente.

Pero es que, además, sería tremendamente injusto acusar a la democracia de régimen corrupto por la existencia de un determinado número de irregularidades. La inmensa mayoría de las personas que ejercen la actividad política en España la desarrollan con honestidad e interés por el bienestar social, incluso de manera desinteresada. Por unos centenares de casos que son perseguidos por la Justicia para eliminarlos del organismo político del que son parasitarios, no se puede sospechar de los más de 68.000 cargos públicos (entre concejales y alcaldes) que se esfuerzan por cumplir con lealtad el mandato popular que asumen. De varias decenas de alcaldes imputados no se puede inferir que 8.116 alcaldes sean presuntos delincuentes de los recursos que manejan en sus municipios.

Política y corrupción no son, de ninguna manera, términos sinónimos, como no lo es ninguna generalización que fácilmente pueda propagarse hacia una opinión pública poco atenta. Como las quejas del consumidor, el conocimiento de estos hechos ha de contribuir a que el sistema político corrija sus deficiencias, amplíe sus controles y enriquezca su calidad democrática. Siempre hay ineptos instalados que debemos desalojar y chorizos a los que enviar a prisión, tanto en política como en cualquier actividad que practique el ser humano. La decepción no puede hacernos caer en la indiferencia porque estaríamos a un paso de ser tolerantes y conformistas con quienes persiguen que se les deje el campo libre para medrar. La democracia  exige ser activos y vigilantes para poder actuar en consecuencia. Ahí radica la fuerza del voto, si se sabe utilizar.

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