viernes, 2 de diciembre de 2011

La bandera de mi padre

Quizás por ser su único hijo varón o porque yo era el mayor de los hermanos, siempre estuve muy unido a mi padre. Desde que tengo uso de razón, su presencia siempre me ha acompañado. Guardo recuerdos de períodos muy remotos de mi infancia en los que aparece compartiendo conmigo alguna actividad. Aunque nunca pude atestiguar su trabajo profesional como maestro, sus aficiones fueron, en cambio, bastante conocidas por mí, pues no perdía oportunidad de estar a su lado cuando me lo permitía. Si de pequeño lo seguía al taller de electricidad de un tío, su hermano, donde pasaba las tardes arreglando televisores, en la adolescencia iba con él a sus partidas de cháchara con los amigos paisanos, quienes me invitaban a refrescos mientras ellos tomaban cervezas en un descanso de los estudios que todos seguían en un país extranjero.

En mi memoria resuenan ecos de conversaciones y anécdotas que me causaron una gran impresión. Yo era un niño que observaba a su padre con devoción. Cuánto hacía y decía quedaba impresionado en los ojos ávidos de ese hijo que busca en su padre el modelo a seguir. Fueron vivencias que acabaron perdurando y condicionando mi forma de ser. Y todavía me estremecen cuando las rememoro. Como la historia de la bandera.

Estoy convencido de que si mantengo algún interés por la cosa pública, es debido a escuchar de mi padre hechos y comentarios acerca de la política como si hubiera participado activamente en ella, cosa que jamás le conocí. La seriedad y el rigor de su comportamiento los trasladaba a la narración de aquellos acontecimientos que, a oídos de un niño, se convertían en auténticas historias fascinantes. Relatos densos e intrigantes, como de película.

Mi padre contaba que poseía una bandera que guardaba celosamente en secreto. Era la enseña, decía, que portaba un grupo de independentistas puertorriqueños que se oponía a la invasión de la isla por los Estados Unidos. Lo que fijó esa historia en mi memoria fue la revelación de que la tela estaba agujereada por las balas de la refriega. Aunque creo que llegué a ver la bandera, ignoro si el pasaje responde a la veracidad de los hechos o es fruto de una fantasía que confunde a la memoria, aunque es coherente con las simpatías que mi padre profesaba al independentismo como opción política. Le gustaba teorizar y discutir supuestos más cercanos a los conceptos que a la realidad. Porque en realidad era muy pragmático.

Toda su vida estuvo guiada por el pragmatismo más condescendiente. Así, podía atraerle intelectualmente un Partido Independentista, pero posiblemente votara al Partido Popular, partidario de mantener el Estado Libre Asociado de Puerto Rico, al que pertenecía incluso un familiar que alcanzó la Alcaldía en nuestro pueblo. Tenía un conocimiento bastante profundo de la política, pero nunca se afilió ni participó en aquellos años, al menos, en partido político alguno. Lo recuerdo como una persona más inclinada a la teoría que a la praxis.

También en su profesión se portaba de igual modo. Siendo un buen maestro, al que recuerdo preparar en casa por las noches la materia que debía impartir al día siguiente o rotulando diplomas de una graduación, nunca ambicionó ni ocupó cargos de especial responsabilidad. Se conformaba con el destino que le asignaran. Sin embargo, de su dedicación guardo la pedagogía con que me enseñó a estudiar y dos diplomas que con su letra aún tengo la suerte de conservar.

Su rectitud y severidad pudieran hacer creer que marcaban el rumbo cotidiano familiar, cuando en verdad buscaba la complicidad y el criterio de mi madre. No hacía nada que ella no apoyara o consintiera, excepto tal vez una quimera.

Porque mi padre tuvo un sueño que nunca desechó: estudiar medicina. Pero como médico tampoco dejó de ser él ni procuró enriquecerse. Para entonces ya estábamos separados por medio de un océano. El día que visité su tumba, me afirmaron que una multitud había asistido a su entierro, convencida de que había perdido a un médico entregado a sus pacientes, aunque le pagaran con una gallina. No tenía horas de descanso y siempre estaba presto a ejercer su vocación.

Mi padre guardaba muchas banderas. Era desprendido con los amigos, desinteresado con el dinero y amante del trabajo. Serio y formal hasta en el hogar, pero mordaz en el ingenio. Leal y humilde por convicción. Él mismo se convirtió en la bandera que yo enarbolo como símbolo de mi vida. Mi bandera es él y la guardo en el cajón secreto de mi alma.

1 comentario:

Gregorio Verdugo dijo...

Dani, gracias por un relato tan entrañable, amigo. Y no sueltes nunca el mástil de esa bandera.
Un abrazo.