viernes, 12 de agosto de 2011

Integración

Se perdía por pasillos que no conducían a ningún lugar reconocible. Todos los rostros les eran desconocidos y amenazantes. Cualquier dirección era un laberinto del que no sabía regresar y los papeles y objetos que transportaba le parecían tan misteriosos como peligrosos. No hablaba con nadie y todos eludían su compañía. Ninguna actividad podía esperar a que ella la entendiera y nadie dispuso de un minuto para una explicación que fuera comprendida por su lenta capacidad de asimilación. Aunque estaba inmersa en un programa de integración, su trabajo en el hospital la aislaba de cuanto la rodeaba. Se sentaba en silencio entre los compañeros y mantenía la mirada extraviada en un horizonte dibujado en el suelo. Turbada por la desorientación, un tropezón me hizo apreciar el pánico en sus pupilas a la salida del ascensor. Sin decir palabra, bajó la cabeza para alejarse hacia lo desconocido. Una minusvalía conquistaba aquellas facciones todavía jóvenes y no deformadas por el espanto de un mundo hostil que exacerbaba su deficiencia. Nunca volví a verla.

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