lunes, 25 de abril de 2011

Hematemesis

Estaba dando una cabezada sobre dos sillas cuando lo despertaron. Iba por el pasillo frotándose los ojos para llegar despierto a la habitación. El paciente había comenzado a vomitar sangre. No le resultó extraño porque era un tipo de complicación relativamente frecuente en esas patologías de hígado que inflaman las venas del esófago. Mandó a salir fuera a todos los familiares de pacientes que, a esa hora de la noche, compartían habitación. Con cierta tranquilidad, reclamó a la auxiliar una sonda nasogástrica y tolo lo necesario para taponar y hacer presión sobre las varices. Antes de abandonar la estancia, los allegados del enfermo se interesaron por la gravedad de la hemorragia, por lo que no tuvo más remedio que ofrecer un vaticinio de pronta recuperación y esperanza. Era lo que su experiencia le había demostrado. Pero ni la tracción de la sonda, ni los sueros fríos con los que intentaba contener la hemorragia, ni tan siquiera las bolsas de sangre transfundidas pudieron, tras unas horas de carreras y angustia, salvar la vida de aquel hombre. Aunque era una posibilidad, no la había tenido en cuenta. Por eso no pudo transmitir la luctuosa noticia a los familiares que parecían buscar cobijo entre la oscuridad del pasillo, como si quisieran ocultar la desesperación en unos ojos húmedos. Ellos sí habían presentido la fatalidad, pero nunca le reprocharon su excesiva confianza. Desde entonces se muestra incapaz de aventurar ningún pronóstico. No olvida a su paciente de la hemorragia ni el rostro desolado de aquellos familiares.

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