jueves, 25 de noviembre de 2010

Fotograma, 28

Las peleas de gallos eran la expresión de la violencia, el mal engalanado por la salvaje belleza de animales enfrentados a causa de la codicia humana, el deleite sanguinario de púas concienzudamente afiladas para el sufrimiento y el beneficio de la apuesta. El niño siempre temió a los gallos, incluido el destinado a servir de alimento que habitó una jaula en el patio de la casa; temía la espoleada fiereza y su capacidad de matar como cualquier asesino con un cuchillo. Sentía un asco repugnante de aquellas crestas rojas, hinchadas de sangre, que coronaban las cabezas de unas aves entrenadas para el combate, y sentía aversión por unos espolones expresamente afilados para clavarse y acuchillar la piel del contrincante. Odiaba a esos nerviosos animales capaces de oler su temor, de envalentonarse ante su miedo y que no dudarían en atacarlo si los hubieran soltado. Sin embargo, aquella era la distracción de los mayores, el horrendo pasatiempo de los acostumbrados al dolor inevitable, a la impiedad de un mundo que hay que domeñar y aprovechar para sacarle partido. Los gallos estaban para eso, para verlos sufrir y obtener algunas ganancias. Como el vivir, como todo, sin cuestionar nada. Sólo el niño repudiaba tanto dolor y sinsentido, tanta injusticia gratuita, tanta maldad como la que reflejaban unos ojos inquietos que fijaban alternativamente la vista de aquellos gallos cuando te miraban. Un repelús que eriza la piel con sólo recordarlo. Era la degradación de una pelea que se contagiaba a los hombres en su manipulación interesada de la fiereza de un animal. Nunca el niño pudo soportar ninguna pelea, ni de gallos.

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