martes, 30 de noviembre de 2010

El voto del miedo

La democracia ha cubierto uno de sus rituales y ha posibilitado el cambio político en el gobierno de la Comunidad catalana. El tripartito, formado por los socialistas, los comunistas y los independentistas, ha sido desalojado del poder por la formación nacionalista, cristiana y conservadora de Arthur Mas, el delfín que puso Jordi Pujol cuando abandonó la presidencia de la Generalitat tras haberla ocupado exclusivamente desde la instauración del Estado de las autonomías.

Los catalanes han castigado a un gobierno sumido en el desconcierto por una crisis económica y política, que no supo trasladar a los ciudadanos una imagen de unidad en su gestión ni capacidad para hacer frente a los múltiples problemas generados por ambos factores: paro y un sentimiento de agravio por un Estatuto “pulido” en el Congreso de los Diputados y el Tribunal Constitucional.

Cataluña no se ha librado del vendaval conservador que la crisis está generando en todo el continente y, en ese sentido, las elecciones catalanas podrían leerse como una tendencia que se repetirá en los comicios municipales y generales próximos. Mucho tendrían que cambiar las circunstancias para que ello no suceda. De ahí que el Partido Popular hable con regocijo de “cambio de ciclo”, dando por sentado el aspecto cíclico de la intención de los ciudadanos a la hora de confiar el voto, y no en la adhesión a ideologías y programas partidistas.

Y sobre la sensación de menosprecio identitatrio, las peleas dentro del tripartito han beneficiado no precisamente a la opción más independentista del mismo, sido al posibilismo por parte de gestores conservadores más pragmáticos y realistas como los de Convergencia, preocupados antes de conseguir recursos que por términos políticos carentes de contenido.

El PP se ha visto beneficiado de esta vorágine y ha sabido movilizar a su electorado hasta convertirse en la tercera fuerza del Parlamento catalán, en detrimento de opciones aparentemente más cercanas a la realidad catalana, a pesar de las campañas y recogida de firmas que ha protagonizado contra intereses catalanes y de haber sido el causante del recorte del Estatuto por su recurso al Constitucional.

El PSOE ha sufrido la mayor debacle que, no por esperada, ha sido menos traumática en unos comicios catalanes. Le ha perjudicado una coalición que lo ha escorado hacia posiciones maximalistas y que ha generado una continua disputa entre los socios, y una desconfianza hacia la “marca” que acusa el desgaste del gobierno socialista en todo el país y las medidas impopulares que ha debido adoptar para hacer frente a una crisis financiera mundial.

Ante todo ello, los catalanes han optado por lo conocido y seguro, y se han decantado por aquellas opciones que, en medio de las tribulaciones, preconizaban conservar lo propio con una llamada al cambio. El miedo a perder casi de todo (ante el emigrante, ante el Estado y ante la crisis) ha decantado el voto.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Tormenta

Nubarrones grises, como la tristeza, cubrieron los cielos de malos presagios. Los animales corrieron a refugiarse en sus madrigueras al percibir la electricidad que se respiraba en el aire, mientras los árboles removían sus ramas con el frenesí descabellado de un espasmo. Ningún ser vivo fue indiferente a los avisos de una tierra enfurecida, salvo los hombres que levantaron sus viviendas en antiguos cauces cicatrizados. Cuando volvieron a supurar, la tormenta había desplomado toda su infamia hasta arrasar todo obstáculo. Fue un diluvio contra la soberbia humana que un débil rayo de sol hizo renacer desde la catástrofe

El mañana empieza mañana

El domingo se celebran las elecciones catalanas y, en un ambiente de desánimo generalizado como el que padece España, constituyen una ligera esperanza para salir de la parálisis que nos tiene agarrotados. Significan una posibilidad, dentro de la limitada oferta, de elegir entre el conformismo o la recuperación del optimismo colectivo, de iniciar el recorrido para un cambio de rumbo. En cualquier caso, será el momento de ejercer la potestad como ciudadanos en sociedades libres de cuestionar la resignación y la falta de proyectos de unos dirigentes superados por las circunstancias. Porque elegir en democracia no es un ritual anodino, sino la llave que nos permite abrir –o cerrar- las puertas a un mañana que puede empezar mañana. Es hora de actuar con responsabilidad.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Fotograma, 28

Las peleas de gallos eran la expresión de la violencia, el mal engalanado por la salvaje belleza de animales enfrentados a causa de la codicia humana, el deleite sanguinario de púas concienzudamente afiladas para el sufrimiento y el beneficio de la apuesta. El niño siempre temió a los gallos, incluido el destinado a servir de alimento que habitó una jaula en el patio de la casa; temía la espoleada fiereza y su capacidad de matar como cualquier asesino con un cuchillo. Sentía un asco repugnante de aquellas crestas rojas, hinchadas de sangre, que coronaban las cabezas de unas aves entrenadas para el combate, y sentía aversión por unos espolones expresamente afilados para clavarse y acuchillar la piel del contrincante. Odiaba a esos nerviosos animales capaces de oler su temor, de envalentonarse ante su miedo y que no dudarían en atacarlo si los hubieran soltado. Sin embargo, aquella era la distracción de los mayores, el horrendo pasatiempo de los acostumbrados al dolor inevitable, a la impiedad de un mundo que hay que domeñar y aprovechar para sacarle partido. Los gallos estaban para eso, para verlos sufrir y obtener algunas ganancias. Como el vivir, como todo, sin cuestionar nada. Sólo el niño repudiaba tanto dolor y sinsentido, tanta injusticia gratuita, tanta maldad como la que reflejaban unos ojos inquietos que fijaban alternativamente la vista de aquellos gallos cuando te miraban. Un repelús que eriza la piel con sólo recordarlo. Era la degradación de una pelea que se contagiaba a los hombres en su manipulación interesada de la fiereza de un animal. Nunca el niño pudo soportar ninguna pelea, ni de gallos.

Otra mirada a la crisis

La crisis financiera de 2008 está sacudiendo las economías de los países y los valores de los ciudadanos. Parece que todo se esfuma, como el trabajo, por causas que nadie todavía ha acertado a explicar en detalle y comprensiblemente. El rechazo del Estado en pro del mercado de las últimas décadas no es cuestionado por ningún responsable político ni por los propios perjudicados de una sociedad dirigida exclusivamente con parámetros mercantiles. “¿Qué habría que hacer para aliviar el sufrimiento y las injusticias que padecen las masas urbanas trabajadoras y cómo se podía convencer a la élite gobernante de la necesidad de un cambio?” Este es el desafío que plantea la vuelta a una “cuestión social” que responda, sobre todo, al peligro de descomposición de la ilusión colectiva en nuestras capacidades como agentes de nuestro propio porvenir. Pero, aún más necesario, se necesita de una ética que impregne a la toma de decisiones y al debate público de una finalidad y un sentido que trascienda. Es decir, se han de procurar objetivos determinados por sus fines, no por los medios, para convencernos de que la dirección que emprendemos es acertada. Lo importante no es que tengan posibilidades de alcanzarse, sino de que creamos en ellos, que nos insuflen motivos para luchar y superar los obstáculos, nos obliguen a colaborar conjuntamente en su consecución y nos predispongan a porfiar por coronarlos.

Poseemos intuición moral y, como hijos de los griegos, podemos distinguir la diferencia entre derecho y justicia. Reconocemos que será legal, pero no es justo que los propios bancos que han provocado una crisis sean ahora los beneficiarios de las ayudas que el Estado ha de brindarles para no verse cuestionado por su voracidad financiera. Tendrán derecho, pero no es ético que empresas socorridas con fondos públicos repartan dividendos entre sus accionistas. Tales mecanismos “contables” podrán ser consecuentes de una lógica mercantilista, pero habrán de ser recordados a la hora de redefinir nuestro rumbo, para evitar cometer los mismos errores. La historia se escribe desde lo ya hecho, desde la herencia del pasado. Hemos vivido un largo periodo de estabilidad, adormecidos en la ilusión de un progreso indefinido, que ya ha pasado. Ahora hemos de corregir las circunstancias adversas, señalando nuevas metas que nos auguren un mañana mejor. Y ese futuro hay que construirlo desde lo que tenemos, porque, como decían los romanos, estamos arraigados en la historia. Edmund Burke escribió que la sociedad es “una comunidad no sólo de los vivos, sino que también forman parte de ella los muertos y los que aún no han nacido”. Debemos a nuestros hijos un mundo mejor que el que hemos heredado, pero también se lo debemos a quienes nos precedieron. Hemos de volver a plantearnos una “cuestión social” no mediatizada exclusivamente por la “rentabilidad” economicista.”Como ciudadanos de una sociedad libre, tenemos el deber de mirar críticamente a nuestro mundo”. No caer en el pesimismo, sino actuar. Es el mensaje que trascribo de Tony Judt.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Déficit democrático

Vivimos en sociedades cada día más “ligeras”. Todo es light, desde una bebida refrescante a la religión, pasando por la política y cualquier pensamiento que aspire a una cosmovisión. Reducimos a simpleza cualquier complejidad y tratamos como banal los asuntos más enjundiosos, de forma que todo sea asimilable sin esfuerzo y sin apenas prestar atención. De ahí que optemos por creencias “a la carta”, que nos sirven para justificar comportamientos sin atender a normas que consideramos que no nos conciernen. Así somos católicos sin ir a misa, votamos a la derecha defendiendo el aborto o el matrimonio gay y apelamos a lo público aún cuando llevamos nuestros hijos a colegios privados y aceptamos una economía liberal de mercado.

Renunciamos a ideologías que propugnen modelos de organización colectiva o busquen una explicación del mundo. Nos hemos convertido en consumidores, no sólo de bienes y servicios, sino también de ideas. Nos ocupamos exclusivamente de lo propio, sin importarnos lo común. Incluso cuando asistimos a manifestaciones, lo hacemos movidos por fragmentados intereses particulares que no conducen a ninguna meta colectiva. Se produce lo que Tony Judt define como “déficit democrático”: el desinterés que los ciudadanos muestran acerca de lo público y la política.

La poca valoración de los bienes públicos, la tendencia hacia la privatización de los espacios, recursos y servicios públicos y la resignación por la inclinación de los jóvenes a desentenderse de todo lo que consideran ajeno, lleva consigo una disminución constante de la participación cívica en la toma de decisiones públicas. Esa indiferencia contribuye a una falta de control del gobierno para actuar con honestidad, generando excesos autoritarios, puesto que si no nos molestamos en expresar nuestra opinión, no deberá sorprendernos tampoco que nadie nos escuche.

Emerge entonces una cada vez más voluminosa abstención reacia a acudir a las urnas, que desprecia a las personas y no respeta a las instituciones que todos nos hemos dotado para resolver las necesidades comunes. Una abstención que deja en manos de una minoría la adopción de acuerdos trascendentales, como la forma de gobierno que deseamos, y posibilita la fácil orientación de su apoyo a los dictados de un poder que se beneficia de la anomia social. La propaganda y el marketing electoral nos convierten en consumidores, no sólo en cuestiones económicas, sino también políticas, de lo que es fiel reflejo el grado de abstención, índice de nuestro déficit democrático.

Luego nos lamentamos del deterioro y buscamos culpables sobre los que descargar nuestra ira sin percibir que hemos sido responsables, en gran medida, de aquello que los cínicos describen como "tienen lo que merecen".

"Algo va mal", Tony Judt. Taurus editorial.

viernes, 19 de noviembre de 2010

¿Es posible conocer la realidad?

¿Estamos convencidos de saber lo que pasa? ¿Tenemos capacidad para conocer lo que sucede a nuestro alrededor? ¿O vivimos bajo la ilusión de una realidad presentada de forma que podamos entenderla? Hacerse estas preguntas es empezar a dudar de cuánto damos por cierto en el mundo de la información.

Los medios de comunicación son, para la inmensa mayoría de la población, la única fuente de conocimiento. Tan exclusiva es la vía y llega a tanta gente, que se denominan medios de comunicación de masas, multitud de personas que accede a una realidad narrada, contada por unos medios que “elaboran” la realidad para que sea asimilable. No se trata de una precisión lingüística: elaborar es como cocinar un alimento, del mismo modo que los hechos se presentan de tal manera que podamos entenderlos. Así es como podemos conocer la realidad.

Sin embargo, la realidad que nos reflejan los medios es una realidad fraccionada, inevitablemente parcial. De toda la información que reciben, seleccionan la que consideran de “interés” a sus lectores y a su línea editorial. No tienen espacio ni tiempo para abarcar la totalidad de lo que sucede. Por ello, incluso sin voluntad de tergiversar, nos predisponen a interesarnos sólo por algunas cosas concretas. Es por eso que muchos consideran que los medios no obligan qué pensar, pero sí sobre lo que debemos hacerlo.

Ese “poder” de los medios para mostrarnos una porción de lo que ocurre los convierte en “autentificadores” de la realidad. No es una facultad pequeña porque todo lo que los medios no recojan, no existe. Conocemos y damos importancia a lo que los medios nos muestran y según la amplitud con que nos lo presentan. Pero ello siempre será una información parcial, simplificada y, en algunos casos, espectacularizada. Es decir, no sólo construyen una agenda de lo que debe interesarnos, sino que además la “adornan” con elementos que la hagan atractiva y fácil de consumir. Están obligados a ello para destacar en un mercado en el que compiten con otros medios.

Sin ánimo de manipular, los medios están supeditados a factores que mediatizan la información. La mayoría de las agencias de noticias son norteamericanas y europeas, y facilitan una visión del mundo desde cánones occidentales. Contribuyen a consolidar un modo de vida, una cultura y unos determinados valores que, en cualquier caso, no son universales. Los medios forman parte del sistema.

Si añadimos a todo eso que los medios, además, están influidos por presiones políticas, económicas, publicitarias, accionariales, religiosas y sociales que, sin llegar a la censura, condicionan lo que se publica, ¿de qué modo podemos estar convencidos de conocer la realidad?

Pues sabiendo que lo que recibimos es una parte minúscula de lo que sucede y que la interpretación de lo que nos cuentan está sujeta a la subjetividad del narrador. Esas “verdades” parciales se completan conociendo todas las versiones posibles (no hay que ser usuario de un único medio) y, desde luego, decantándonos por otras vías, además de los medios, a la hora de conseguir un conocimiento más profundo de cuánto nos rodea. Aún así, la realidad no deja de ser la parte de lo real que podemos aprehender con nuestra inteligencia. Es decir, la duda que albergamos sobre el conocimiento del mundo nunca se disipará, pero alimentará nuestro afán por seguir investigando.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Tambores de la noche

A veces se despertaba con una angustia atenazada en el pecho que le hacía sentir los golpes furiosos de su corazón. Los latidos retumbaban en sus oídos como piedras que se estrellaban en un pozo muy lejano. Aunque intentaba no seguirlo, aquel ritmo parecía aumentar conforme crecía su nerviosismo.  Un temor que lo desvelaba si por un instante las palpitaciones dejaban de mortificarlo. Era cuando creía morir, aunque siguiera vivo para volver a refugiarse en su angustia. Entonces conciliaba el sueño hasta que nuevamente su corazón lo despertaba con los tambores mudos de la noche.

martes, 16 de noviembre de 2010

Disculpas

Por un tiempo, este blog ha enmudecido. La causa, cuya explicación no ha podido efectuarse hasta hoy, fue un fallo electrónico en el PC desde el que se administra, una muestra más de la vulnerabilidad y dependencia de los profanos con las nuevas tecnologías. Subsanada la avería, volvemos a unir nuestra voz al galimatías babilónico para vociferar la desesperación de una torpeza que nos limita y condiciona: somos frágiles y estamos confusos por la complejidad que nos rodea, pero buscamos una esperanza. Seguiremos relatando tanto desasosiego.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Conservar la confianza

El ambiente está enrarecido, sólo se respira desánimo y desesperanza. Contabilizamos acontecimientos que no hacen más que ennegrecer el panorama, como si el futuro hubiera claudicado a representar ese horizonte luminoso hacia el que dirigir nuestras ilusiones. Apesadumbrados, nos abandonamos a la derrota sin plantear batalla. Dejamos que nos venza una desesperación que supura desconfianza, el peor de los males, pues nos hace dudar de nosotros mismos, de nuestras capacidades, y nos instala en la inacción y la parálisis, terreno abonado para un miedo que se refleja ya en la mirada y en el comportamiento de la gente. Estamos a punto de rendirnos.

Sin embargo, no existe una causa cuya gravedad justifique semejante padecimiento, ninguna catástrofe que desate tal pánico. No se ha producido una hecatombe que haya arrasado a la Humanidad, ni una confrontación que nos hunda en la miseria y la calamidad. Todavía no se ha declarado la III Guerra Mundial que, esa sí, aniquilaría de la faz de la Tierra lo que queda de cordura, ni se ha alcanzado el agotamiento definitivo de las fuentes de energía que tanto despilfarra occidente con su nivel de vida, aunque se produzcan movimientos estratégicos para asegurar su abastecimiento.

No ha habido ninguna explosión material o desastre natural, sino que han estallado varias burbujas. Es cierto que eran esferas rutilantes cuyo fulgor nos tenía hechizados. Estábamos adormecidos con el embrujo del crecimiento ilimitado y la exuberancia financiera, un espejismo de opulencia del que cuesta renunciar.

Ahora aflora una realidad que se muestra reacia a la mansedumbre y la simplicidad, y que sólo es permeable al esfuerzo y el trabajo. Una realidad que parece imponerse a nuestros deseos con la determinación de “desafiar la importancia humana de las cosas”, como he leído en alguna parte. Se ha vuelto más compleja y difícil. Con todo, seguimos perteneciendo al primer mundo, el que goza de unas condiciones de bienestar jamás alcanzadas en el planeta, donde se reconocen derechos y prestaciones sin parangón, en el que la educación, la salud y la provisión de servicios sociales están garantizados por ley y donde la propiedad y la vida, casi en igual medida, constituyen valores sagrados de la sociedad.

Pero somos incapaces de apreciar lo que tenemos y lamentamos lo perdido. Nos hemos vuelto insensibles a lo que proporciona el bien colectivo, obnubilados por el beneficio material y la creencia de que el único sentido de la vida era enriquecerse. “Ver lo que se tiene delante exige una lucha constante”, decía George Orwell. Renuentes a esa lucha, nos mostramos aquejumbrados por un porvenir que percibimos sin el esplendor al que nos habíamos acostumbrados, con su derroche irresponsable y éxito gratuito. Y cegados por el egoísmo y el materialismo, sólo retóricamente nos fijamos en que hay personas que han sido golpeadas con mayor dureza que otras por una crisis tan previsible como su subsiguiente recuperación, condenadas a padecer un paro que humilla su condición laboriosa de ser útiles a la comunidad. Son las víctimas de un capitalismo desregulado que deja en las cunetas a todo lo que considera gasto innecesario, sea material o humano.

Son ellos, los parados, quienes necesitan de nuestro apoyo para seguir confiando en un futuro mejor, ese que no desafía la importancia del hombre, sino que descansa precisamente en su capacidad de creación para modificar las condiciones que nos atenazan. Es por ellos por lo que debemos conservar aquellas conquistas sociales que palian sus necesidades. Hay que insuflarles motivos para la esperanza porque no les dejamos abandonados en una coyuntura desfavorable. Sólo por los damnificados de nuestro irrenunciable modo de vida deberíamos mostrar una mayor confianza en el mañana, en nuestra voluntad para superar los obstáculos y alejarnos de la sensación de fracaso colectivo. Deberíamos ser realistas para evitar que el miedo nos incline a sacrificar libertades por seguridad, como muchos se prestan a ofrecer. Poner en valor lo que amortigua, en las dificultades, consecuencias aún más adversas, gracias a una tributación progresiva que financia un Estado de bienestar, incluso con recorte de prestaciones. Y, sobre todo, hay que recuperar el optimismo por una sociedad donde existe voluntad para el bien común y la interdependencia, y que procura que no todo sea mercado. Porque la riqueza no es el único objetivo en la vida, hay otras cosas por las que interesarse. Eso es algo a tener en cuenta a la hora de luchar por un amanecer menos enrarecido.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Fotograma, 27

Hay una postal que el niño nunca olvidará: la playa de Luquillo. Es uno de aquellos recuerdos que influyen en la imaginación y cuyos rasgos definitorios quedan por siempre grabados entre los repliegues del tiempo. Expresan lo que somos, hijos de un lugar y de un tiempo. Más que un recuerdo sobrevalorado por la memoria, conforman una seña de identidad que el tiempo forja en la distancia y la ausencia.


Eso era Luquillo: una playa de palmerales que el Caribe lamía con el embelesamiento empalagoso de un enamorado. En sus orillas el niño contempla un mar que nunca había presenciado y en el que juega con unas olas que lo balancean con la ingravidez de lo velado. Sumergido hasta el cuello, sin atreverse a perder pie con una tierra que no pierde de vista, el niño se deja hamacar con la imprudencia de un incauto. Se aleja en el mar hasta donde su altura le permite vislumbrar un horizonte silencioso de palmeras que bordean un litoral de espuma y arena, al que una sierra frondosa, que obstaculiza las nubes en su deambular majestuoso, sirve de telón de fondo. Allí, en medio de un mar de miedo y soledad, el niño se deja embriagar por el influjo de lo inabarcable y la frágil resistencia de lo humano, aferrado con un dedo a un fondo arenoso que podría abandonarlo a las corrientes de la temeridad.

Quizás por ello, aquel lugar paradisíaco queda cincelado entre sus imágenes como la belleza que no está exenta del peligro que siempre la acompaña y que está dispuesto a tentar a los que de dejan deslumbrar por su hermosura. Más que un destino esporádico de vacaciones, aquella playa fue un icono vital que el niño recordará de por vida y al que regresaría en cuanto la oportunidad se lo permitiera. Porque más que el sitio en sí, las sensaciones que despierta también moldean con trazo indeleble la personalidad de quien las siente. De ahí que Luquillo mantenga esa atracción podferosa entre los recuerdos del niño y perviva en su memoria como una referencia insorteable que emergerá en sus sueños. La playa de su infancia.