miércoles, 1 de septiembre de 2010

Fotograma, 22

El niño tuvo una reina con la que compartió el reinado de la primera graduación, cuya fotografía todavía guarda celosamente en un cajón del dormitorio. Aquella niña sería el primer amor no correspondido de un muchacho enamoradizo, su primer amor platónico, con el que soñaba cada vez que compartía clases con ella y cuando la veía cruzar ajena y alegre por la plaza delante del grupo de amigos, ignorando la pasión que desataba. En la timidez del niño crecía la atracción por las muchachas, como si su compañía abjurara la soledad de quien no se siente agraciado consigo mismo.


Miriam, de quien no se acuerda más que del nombre, es en la mente del niño aquel primer arrebato infantil, la obsesión de su alma inocente por la imagen de ternura y delicada belleza que una niña podía despertarle. Era una pasión de miradas y de conjeturas, de anhelos y suspiros generados por la imaginación de un niño que se siente atraído por las féminas, pero a las que nunca se atreverá acercarse para requerirles correspondencia, temeroso de un rechazo al que se sentía predestinado. El azar hizo que fueran elegidos para representar la fiesta de graduación, los que inauguraran el baile. Así surgió la fotografía y los sentimientos que el niño rememora. Ella nunca lo supo, pero Miriam fue su reina, la reina de su infancia, la que reinó en sus sueños durante aquellos años prematuros de amores utópicos y vehementes que mantenían al niño abstraído en la danza de una cabellera rubia y la grácil figura de una niña al andar ante su vista. Miriam había conquistado el reinado de un niño que aún conserva hechizado la muestra de aquel embrujo. Siempre será su reina.

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