domingo, 22 de agosto de 2010

Fotograma, 20

Entonces el niño empezó a fijarse en los adultos, aprender de sus modales, de su desenvoltura, de sus conversaciones. Ese mundo ejercía una atracción fulgurante para unos ojitos que todo lo escudriñaban. El niño gustaba de estar en compañía de sus mayores. Como la del tío David, hermano del padre y muy parecido físicamente a éste, pero mucho más elegante y presumido. El tío David vivía en otra ciudad y venía con frecuencia al pueblo a visitar a la abuela. El niño observaba su llegada desde el balcón, espiaba su porte distinguido, su sonrisa abierta y estilo pulcro, tan pulcro que siempre llevaba consigo un botecito de betún líquido para, nada más aposentarse en el sofá, extraerlo de los bolsillos y lustrar unos calzados impecables. Al niño le maravillaba aquel comportamiento y lo identificaba como el apropiado de una gran ciudad, casi de película. Por eso el niño mitificaba a su tío, pues reunía en su persona ademanes peliculeros, como los artistas. Vivía en una ciudad del área metropolitana de la capital, en una casa con jardín, garaje en el porche y aire acondicionado en las habitaciones. Había conseguido escapar del pueblo y por eso la admiración que despertaba en el niño era creciente, tal vez porque representaba lo que su padre no parecía haber querido alcanzar. El tío era maestro, como el padre, pero disfrutaba de una vida mucho más holgada y cómoda. El triunfo empapaba cada gesto suyo, cada movimiento, cada palabra hasta convertirlo en un referente vivo de lo que el niño aguardaba del futuro, de la madurez. También tenía una esposa e hijos, pero éstos vagan perdidos por una memoria que sólo revela los detalles que deslumbran al niño, los que refuerzan las ansias de libertad e independencia que su egoísmo va cultivando mientras crece. El niño sólo recuerda a un tío satisfecho al que reciben con júbilo y tras el que corre, con las pupilas refulgentes de ilusión, para contemplar a un ídolo condescendiente que se digna, sonriente, acariciar su cabeza.

Y también está entre esos adultos tía Zelaida, la atracción carnal de furores incontrolados que comienzan a perturbar al niño. La tía Zelaida representaba la libertad, la emancipación. Era otra hermana del padre que vivía en medio del campo, a las afueras del pueblo, en una casa con animales y grandes árboles, sobre la ladera de una montaña, cerca de las represas que existían río abajo. Un territorio de salvaje belleza que el niño recuerda habitado por gansos, patos, cerdos, gatos y unos árboles altos de los que a pedradas arrancaba aguacates. La tía Zelaida encendía en el niño una atracción erótica todavía incierta por precoz y desconocida, que nunca consiguió materializarse más que en la rememoración tardía del niño. Aún más influyente fueron las represas a las que el marido de Zelaida, tío Febo, llevaba al niño para que se quedara desconcertado ante la inmensidad arquitectónica de la construcción, el ruido de los generadores de electricidad en su interior y la violencia de las aguas que se desbocaban por el salto. Tampoco primos ni otras figuras aparecen en estas imágenes que se mantienen impresionadas en la mente del niño. Todas ellas dibujan un cuadro de la infancia al que le falta la mayor parte del dibujo, pero que conforma un rastro misceláneo que el niño rescata del olvido que traiciona a la memoria.

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