sábado, 7 de agosto de 2010

Fotograma, 18

De aquel primer colegio situado frente a la casa de la abuela, el niño pasó a otro que estaba a la salida del pueblo, un poco más lejos, en unas instalaciones donde estudiaría la educación primaria. Eran unos edificios más modernos y acordes con la función docente, pero el niño guarda recuerdos de su primer colegio, en el que aprendió el abecedario en inglés gracias a la cancioncilla nemotécnica y donde recibió las primeras calificaciones que satisficieron su vanidad. Pero lo recuerda también, tras el cambio, por ser un espacio abandonado, vacío, sucio y mudo del vocerío infantil y de la algarabía de los juegos por los pasillos. Delante de la casa de la abuela se mantenía aquel edificio sin alma, en descomposición y lúgubre que servía para acumular desperdicios y basura. Allí solían ir los niños a rastrear los restos y a explorar las viejas aulas, donde no era extraño asustar a las cucarachas y asustarse de las ratas.

Del colegio nuevo no tiene ningún recuerdo salvo la distancia y los paseos para ir y venir de él. Quizá la monotonía de los años convirtieran la rutina de sus clases en algo sin interés para la arbitraria memoria del niño, que sin embargo evoca detalles algo más precisos de su paso por la enseñanza secundaria, en las Escuelas de Pasarel, al otro lado del río. Parece como si de parvulario a secundaria transcurriera un tiempo carente de contenido en la película infantil de quien recuerda con fragmentos imprecisos e inconexos, como rescatados de entre los escombros del olvido. La mayoría de las veces son simples sensaciones, pero en otras constituyen heridas profundas que el dolor congela permanentemente en la memoria, anclándolas en el recuerdo, como la muerte del abuelo.

Por eso el niño no olvida el primer colegio, porque allí no sólo aprendió a canturrear en inglés, sino también a odiar. Allí sufrió, cuando aquello era un basurero, la violencia de un adolescente, mayor que él, que abusó de su inocencia. Acorralado y atemorizado, ni siquiera supo lo que le habían arrebatado hasta que, con el tiempo, comprendió el grado de agresión humillante que había padecido y el peso de la vergüenza que te obliga a cargar de por vida. Lo peor, con ser grave, no es la afrenta física, sino las huellas que después perduran en la víctima, a la que hace sentir una culpa que no dejará de emponzoñarle la existencia. Lo peor es la pérdida de una inocencia que desaparece de los ojos con que el niño percibe y valora el mundo. Por eso, desde entonces no se aventura en lugares solitarios y desconfía de las personas, sobretodo de las exhiben cualquier tipo de prepotencia sobre las demás, en una actitud defensiva nunca relacionada, y jamás confesada, con lo revelado en estas vivencias. El agresor es consciente del daño que infringe a su víctima, pero desconoce la intensidad de las repercusiones que su agresión ocasiona, las cuales pueden ser mucho más dolorosas y duraderas. Llegan a marcar permanentemente la vida del agredido, no sólo destrozándole la infancia, sino convirtiendo un episodio infame en lo más incólume de los recuerdos, cuyo dolor permanece y hace que el niño, cada vez que rememore aquel colegio de la cancioncilla infantil, lo que evoque sea la pérdida de su inocencia, la pérdida de la niñez.

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