domingo, 1 de agosto de 2010

Fotograma, 17

El niño recuerda la ubicación exacta del taller de electricidad de su tío. También recuerda, como si lo estuviera viendo ahora mismo, a su padre dibujando el rótulo de la fachada con la misma aplicación, esmerada en detalles, con que delineaba los nombres en los diplomas del colegio. Incluso cree visualizar las letras, de estilo gótico, y los garabatitos que las orlaban. El texto formaba un arco con los extremos hacia abajo, cruzado por un rayo que caía en diagonal de derecha a izquierda, cual relámpago amarillo que atravesase la inscripción Electricidad Guerrero. El niño admiraba la obra de su padre, despertándole tal orgullo que ha hecho que aquel rótulo quedase grabado en su memoria, sin que el olvido le afectase. Nunca dejó de contemplarlo hasta convertirlo en símbolo de la secreta pasión de querer ser como su padre cuando fuera mayor y poseer la capacidad de hacer cosas semejantes.

Sin embargo, esa memoria tan afinada con los detalles se muestra incapaz de recuperar los momentos compartidos con la familia del tío y las relaciones con los primos. Vuelve a ser parca con las personas. Aunque el niño sabe con seguridad que mantuvo juegos con ellos, dos niñas y un niño, no puede acordarse de sus rostros ni de sus nombres. De ese tiempo sólo permanece el taller, el rótulo y la sensación plácida con que su padre pasaba allí las tardes entregado a su afición. Una afición a las chapuzas que de alguna manera el niño parece haber heredado por cuanto no hace reparos a la hora de pelar un cable o instalar un enchufe. Es de ese tiempo borroso de la infancia, viendo cómo lo hacía su padre, el conocimiento de extraer gasolina del depósito de un coche, aspirándola a través de un tubo de goma. Y también la atracción de los coches, nacida quizás del hecho de que su tío le enseñara a aparcar su vehículo, primero desde su regazo y después dejándolo solo. No era conducir, sino hacer dos maniobras frente al taller con un coche que el niño admiraba por ser infinitamente mejor que la vieja tartana de su padre, a quien jamás se atrevería a pedir semejante libertad.

Aquel mundo circunscrito al taller era maravilloso. El niño tiende a creer que se mantuvo así todo el tiempo, pero sabe que no lo fue. Incluso con la desmemoria que le atormenta, conoce sin embargo cómo acabó el mundo feliz del taller. Todo se rompió en un acto único, intenso y breve. Nunca supo el motivo, pero si la forma que tiñó de bochorno el rostro del padre ante su hijo presente. La esposa del tío, de improviso, empezó a recriminar a voces al padre del niño, que se hallaba arreglando algo, junto al niño, en el interior de un coche. No hubo discusión. El niño sólo recuerda que su padre se incorporó, dejó lo que estaba haciendo y lo cogió de la mano para regresar a la casa, rompiendo desde entonces la relación con su hermano. Ya no hubo más taller ni más reino de la fantasía. Desde ese instante comenzó a instalarse la densa niebla del olvido en los fotogramas relativos al tío electricista y su taller mágico. El tío Juanitito.

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