domingo, 11 de julio de 2010

Sakineh Ashtiani

Hay acciones que ni los animales más salvajes ejecutan con la crueldad y saña con que los humanos lo hacen. Un león mata a los cachorros de un rival vencido para aparearse con la hembra, movido por el instinto de dotar a la especie con los hijos del más dotado. No lo hace por venganza ni sed de sangre, sino guiado por la selección natural. El ser humano, en cambio, es capaz de asesinar de la forma más sanguinaria y horrible a un semejante por una simple idea abstracta (nación, Dios, honor, etc.), y puede llegar el caso de justificar lo injustificable en virtud de predicamentos religiosos o morales (una convención defendida por otra idea abstracta). No es algo del Medioevo, sino actual, sucede hoy en día, en pleno siglo XXI.

En Irán está sentenciada a morir lapidada Sakineh Ashtiati, de 43 años, culpable de ser mujer y de haber nacido en un país musulmán, cuyo Código Penal establece tal condena por adulterio. No es el único país que practica la pena de muerte a reos, como el mismísimo Estados Unidos, la primera potencia mundial, donde el corredor de la muerte y la silla eléctrica son elementos habituales de muchas películas. Matar a un asesino es repugnante, porque ambas muertes equiparan los motivos, deslegitimando a la justicia de su valor ético, basado en el respeto de los derechos, en especial el derecho inalienable de la vida. Pero matar por un convencionalismo social, como es el matrimonio, es regresar a épocas feudales, en las que la vida humana carecía de valor. No es matar por un instinto natural, sino por ambiciones de poder muy concretas, sean éstas económicas, sociales, religiosas, políticas o ideológicas. En ese sentido, el hombre ha dado muestras sobradas de su capacidad para la guerra, el asesinato y las más bajas perversiones.

Sin embargo, asombra hasta la náusea que, en un mundo globalizado, con internet y alta tecnología, donde organizaciones internacionales proclaman los derechos humanos y los negocios proliferan más allá de fronteras y culturas, pervivan comportamientos basados en la barbarie y la mentalidad cerril y troglodita, que considera a la mujer un ser a su servicio, que debe vivir encerrada bajo telas que oculten la belleza pecadora de su rostro y cuya fidelidad servil ha de quedar garantizada por leyes machistas que pueden condenarla a muerte, de forma ejemplarizante y pública, mediante el apedreamiento bestial y despiadado.

Si esto forma parte de la cultura de la Humanidad y nadie puede hacer nada por impedirlo, prefiero ser considerado un animal a ser cómplice de una raza que se comporta de esa manera. Ningún animal mata por diversión, salvo el ser humano. En ocasiones como ésta es cuando me pregunto en qué radica la supremacía del hombre sobre la Naturaleza. Y prefiero no contestarme.

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