sábado, 17 de julio de 2010

Fotograma, 15

Con la abuela vivía una hija suya, tía del niño, que estaba loca y que solamente la abuela sabía controlar. El niño sentía curiosidad por su tía y su comportamiento desquiciado, pero con miedo a que se volviera violento e incontrolado. Sin embargo, nunca fue peligrosa, sino maniática. Acostumbraba sentarse en el balcón a cantar y decir palabras o frases sin sentido a plena voz. Se sentaba en una mecedora y se ponía a hablar incongruencias que no tenían nada que ver con la conversación que se estuviera manteniendo. Si alguna persona de la calle la miraba sorprendido, era inmediatamente increpada por ella preguntándole a gritos qué miraba. Había que caminar haciendo caso omiso de su ruidosa presencia, cosa a la que todo el pueblo se acostumbró. Nadie se metía con ella. El niño no recuerda, al menos, ningún conflicto en este sentido, ningún enfrentamiento con los vecinos.

En ocasiones, en cambio, la tía loca intercambiaba comentarios coherentes e incluso se mostraba simpática con el niño y demás familiares. Eran ramalazos de lucidez tan sorprendentes como fugaces, en los que por un momento se dibujaba en su rostro algo parecido a la ternura. Pero la mayor parte del tiempo se perdía en un mundo que parecía ofenderla y contra el que lanzaba imprecaciones desde su sillón del balcón. En sus ojos volvía aquella mirada extraviada que era más inquietante que su propia enajenación. Meterse con ella en tales momentos era exaltar su delirio hasta niveles incontrolados. Era entonces cuando la abuela intentaba controlarla y calmarla para que siguiera meciéndose mientras entonaba sus canciones y habladurías a pleno pulmón. Lo que si recuerda el niño con precisión era su adicción al café solo. Siempre estaba pidiendo o haciendo café para beberse vasos enteros, estuviera frío o caliente, a cualquier hora del día o de la noche. Era como una droga, prefería un café a cualquier otra cosa. Podía pasarse el día sin comer, pero no sin tomarse todos los cafés que pudiera. Era lo único que había que ocultar y procurar controlarle, no retirárselo totalmente porque la abstinencia al café la desquiciaba. La abuela sabía administrárselo como una medicina para mantenerla controlada de alguna forma. Esa paciencia de la abuela para con su hija y aquellos arrebatos de locura de la tía, la tía loca del sillón, entretenían al niño como si estuviera contemplando un espectáculo. Una tía que podía ser, no obstante, cómplice con el niño para que la abuela le diera algunas monedas o le consintiera algunos caprichos. El niño nunca sintió vergüenza de su tía loca ni sufrió peligro alguno al convivir a su alrededor, simplemente constituyó una atracción más de aquella casa de la abuela a la que cada día acudía. Subía la cuesta y al doblar la esquina ya la escuchaba cantar desde el balcón. Allí estaba la tía loca que podía mostrarle una sonrisa, pero no dejaba de cantar. Así fue siempre hasta que dejó de verla.

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