lunes, 12 de julio de 2010

Fotograma, 14

La casa de la abuela seguía siendo, aún después de muerto el abuelo, el lugar preferido del niño. La abuela había heredado las bondades de aquel para con el niño, atrayéndolo no sólo con el cariño de un alma buena, sino también con el embrujo de lo misterioso con que ella adornaba las historias y leyendas que contaba al niño para su asombro y expectación. Ella no era una bruja, pero mantenía al niño hechizado con su manera de ser y su peculiar visión del mundo, donde existían espíritus buenos y malos que podían presentarse ante los vivos para influir en sus comportamientos. Con su voz candorosa, las supersticiones de la mano negra y del hombre del saco venían a ser sucesos verosímiles que mantenían al niño con el alma en vilo y con miedo a penetrar en la oscuridad de las habitaciones vacías. En esas historias de gente enterrada viva, que arañaba ataúdes desesperadamente para escapar y de lamentos que aún perturban el silencio espeso de los cementerios, causaba más terror la seguridad con que la abuela narraba los acontecimientos, como si hubiera estado presente cuando ocurrieron, que los propios cuentos. El niño quedaba sobrecogido con la expresión de una cara que, bajando la voz y mirando hacia los lados como si temiera ser sorprendida revelando un secreto, transmitía al niño la prueba veraz de lo sucedido. La abuela era propensa a mezclar la religión con las supercherías, a recrear un mundo de ángeles y fantasmas, de milagros y hechizos, de seres reales con entes sobrenaturales, con la naturalidad de quien no tiene dudas de lo que habla. Para ella, aquello era tan plausible como las nubes del cielo, aunque adoleciera de la misma dificultad de comprensión como el flotar, suspendidas en lo alto, de éstas. La abuela descubría al niño un mundo mágico que siempre le atrajo y le mantuvo encandilado casi hasta la vejez. Sabía crear un suspense que mantenía al niño paralizado a sus pies hasta que ella decidía dar por terminada la sesión. Entonces, pasándole una mano por la cabeza y sonriéndole con aquellos ojitos brillosos de piel arrugada, lo tranquilizaba asegurándole que esas cosas a él no le iban a pasar. Y le ofrecía una cena que engatusaba aún más al niño.




Porque la abuela era también cocinera. El niño recuerda haber comido platos de la abuela que de su madre rechazaba. Recuerda su predilección por guisos que a ella no le importaba cocinar para deleite del niño y su dedicación a los fogones, donde elaboraba comidas que su madre no tenía costumbre de preparar. Y es que, también con la comida, la abuela tenía su embrujo. Había sido cocinera de comedor escolar. El niño guarda en su memoria el hecho de haberla acompañado, tras un viaje en autobús del que se bajaban en medio de una carretera para adentrarse por un sendero que ascendía por la falda de una montaña, hasta llegar a una escuela remota en lo alto de las colinas, donde la abuela pasaba la mañana cocinando para el comedor rural. El niño rememora su pasear por aquellas lomas sembradas y entrar en altos establos donde se secaban, cual murciélagos colgados del techo, hojas de tabaco. Y recuerda, como si acabara de vivirlo, la leche espesa con su grasa que, en una casa en la que aguardaban el autobús de regreso, le ofrecían los dueños de unas vacas recién ordeñadas.

Son recuerdos de una abuela que no es que supiera cocinar mejor que nadie, es que no le importaba hacerlo. De ella son los platos que el niño no olvida, pasteles de carne o arroz que se elaboraban envueltos en hojas de plátano. Nunca más lo ha comido en su vida, pero en su memoria, junto a la imagen de una abuela viejita y entrañable, como de un cuento de Dickens, quedan constancia de ellos. Y de sus historias de espíritus.

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