lunes, 5 de julio de 2010

Fotograma, 13

Era un río tranquilo que de vez en cuando mostraba su fuerza rompiendo el puente de cemento. Entonces bajaba con furia, tiñendo sus aguas con el color de la tierra y desbordando los márgenes hasta anegar las primeras casas del pueblo. Tras una noche de tormenta, en la que el viento y la lluvia barrían con todo lo que encontraran a su paso, el niño salía corriendo a contemplar un río impetuoso, desconocido, que arrastraba troncos, ramas y animales muertos, henchidos como un globo y con los ojos desencajados por el pánico, que quedaban atrapados entre los pilares truncados del puente o esparcidos por la orilla. Daba miedo verlo con tanta furia, como si quisiera demostrar una indómita fortaleza que enturbiaba sus aguas y las hacía saltar por encima de cualquier obstáculo. El niño recuerda a la gente arremolinada en la carretera que cruzaba por el puente, ahora partido a trozos, sorprendida por la voracidad de aquella corriente bravía que corría entre remolinos formando un oleaje impetuoso y rugiente. Nadie daba crédito a la descomunal potencia de un río siempre apacible y confiado. Su anchura sobrepasaba las orillas por las que el niño gustaba inspeccionar escondrijos, y la altura hacía que sus aguas brincaran casi por encima del puente.

Pero tan pronto como crecía recuperaba también su mansedumbre. Al cabo de pocos días, retornaba a los estrechos límites con los que se escabullía por entre las piedras, como si estuviera avergonzado de aquel ataque de ira. El niño enseguida volvía a coger confianza en él, convencido de que el río había sido víctima del delirio torrencial de unas montañas ahogadas en lluvia. La gente lo olvidaba y no tardaba en darle la espalda a aquel hilito de agua lenta y cristalina. Un nuevo costurón permitía al poco el paso de personas y vehículos por el puente, y sólo los restos de matojos atorados entre algunos de sus pilares delataban la crecida de una corriente tan inofensiva como el preso que albergaba la cárcel del pueblo. Ambos formaban parte de las peculiaridades que el niño no comprendía, pero que sentía tan propias como la plaza del pueblo o su propia familia. Eran elementos a los que de vez en cuando parecía que se les toleraba algún arrebato que les sirviera de desahogo para que pudieran soportar el aburrimiento de una vida inalterable. El niño piensa que a él también le contagiaron, como al río y al preso, esa manera de ser sosegada, pero inesperadamente explosiva, descontrolada.

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