miércoles, 14 de julio de 2010

Canícula patriótica

Este verano nos ha sorprendido tras un invierno exuberante de lluvias. Sin tregua alguna, el calor ha tomado el relevo a los días grises para traernos los tórridos cielos en los que el sol vomita plomo, achicharrando el aliento. Es la canícula, época que ya habíamos olvidado que también sabe azotar a los mortales con su insoportable llamarada de fuego y luz, luminosidad que arde en las retinas y persigue a las sombras derrotadas. Llega el reino del calor que todo lo vence. Vence al tráfico que huye de las ciudades abrasadas, y vence a la jornada partida, que busca refugio en la continuidad de unas mañanas escasas de frescura. Vence al vigor que sestea tras el mediodía, y vence al sueño en noches de sopor. Lo único que no ha vencido es a los balcones tendidos con la bandera española y a los gritos de júbilo de una nación que se estremeció con su propio triunfo. Sólo era un deporte que hizo que la ilusión se extendiera como una vaharada que cubrió toda la tierra. Como el calor de esta canícula patriótica.

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