lunes, 3 de mayo de 2010

¡Maldita crisis!

Vivimos un período de crisis en la economía. No es un problema surgido por la escasez de materias primas o a causa de algún acontecimiento que engulla la riqueza de los países, como en ocasiones ha sido la guerra. Esta vez se trata de una crisis financiera, es decir, de la confianza con que se otorga valor a las cosas. En principio, de un día para otro, con todas las fábricas funcionando, los trabajadores en sus puestos y la gente consumiendo, se perdió esa confianza en el precio de lo que vendemos y compramos –sean casas, coches o dinero- y todo el tinglado se ha venido abajo. ¿Qué ha pasado?

La ambición era intolerable. Creímos durante unos años que el dinero era ilimitado y que cualquier precio podía ser siempre satisfecho por algún comprador. Hasta los profesionales de las finanzas cayeron en la vorágine del dispendio sin fin. Se adquirían viviendas para, antes de ser ocupadas, venderlas con una ganancia desproporcionada, y los bancos prestaban dinero sin exigir apenas solvencia en un círculo vicioso del que obtuvieron pingües beneficios… hasta que se descubrió el pastel. Una tras otra, firmas prestigiosas que “movían” ese dinero tuvieron que ser intervenidas en los Estados Unidos, ¡patria del liberalismo económico!, para evitar el desplome total del sistema financiero. Y como el dinero es lo único que de verdad está globalizado, bancos de todo el mundo vieron afectadas sus inversiones en esos bienes financieros de volátil rentabilidad. Hasta la deuda de algunos países comenzó entonces a crecer a niveles inasumibles, atrapados en las dentelladas de los especuladores.

¿Qué tiene ello que ver con la gente de a pie? Pues que vivimos en una economía de mercado. Los que tienen hipotecas no pueden pagarlas, los que quieren pedirlas no encuentran quién se las facilite, y los que prestaban carecen de financiación para darlas. Nadie se fía de nadie. No se compra con la alegría de antes, por lo que las ventas se vienen abajo. Al bajar la productividad, se destruyen puestos de trabajos de personas que tienen que dejar de consumir. Al final, urbanizaciones a medio construir, préstamos en morosidad creciente, menos ingresos en los Ayuntamientos, paro, recesión y… pérdida de confianza para seguir jugando a capitalistas.

Sin guerras, ni escasez de petróleo ni de materias primas, se produce una crisis como nunca antes se ha había visto ¿De quién es la culpa? Simplemente de una mentalidad que creía que había duros a real.

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