lunes, 3 de mayo de 2010

Fotograma, 5

El pueblo surgía del río y trepaba por las montañas que lo rodeaban, extendiendo brazos de casas que se aferraban a las colinas. Era, no obstante, un pueblo pequeño que serpenteaba por la ribera de un río pacífico de aguas cristalinas que se escabullía como una lombriz entre las piedras. El niño recuerda con claridad el estrecho puente de cemento, no muy alto, por el que se cruzaba hacia el otro lado, hacia la frontera lejana donde se situaba el campo de béisbol y el bosque de bambú de una orilla inasequible y tentadora. Y el puente nuevo, más abajo y más ancho, para ir a los colegios en la guagua amarilla de los años escolares. El río, las montañas y la plaza constituyen las piezas fundamentales que el niño retiene en su memoria sobre la localidad donde transcurrieron los años de pantalones cortos y gafas de cuatro-ojos. Allí, relacionado con alguna de ellas, se construiría la feliz época que intenta rememorar de un mundo perdido en el tiempo e irremediablemente alejado en el espacio. Son los elementos de su fantasía, pero también de los valores que lo acompañaron en su crecimiento.


No olvida la carretera que accedía al pueblo desde aguas abajo del río y lo abandonaba aguas arriba, pasando antes por la plaza. La plaza, una vez más, como centro, desde la que se irradiaban las calles que jalonaban las pendientes. Por un lado se ascendía para llegar a la casa de los abuelos, y por otro, bajaba hasta el río. Todo el horizonte de alrededor era una sucesión de verdes colinas salpicadas por las viviendas como un sarampión cromático. Y un cielo azul moteado de blancas manchas que lo coronaba todo, nubes a las que el niño le gustaba tumbarse a contemplar, en su lento flotar, desde el patio de su casa.

Ese fue el escenario de su niñez, cuyo nombre nunca ha olvidado: Comerío, un pueblo perdido en medio de una isla, pero perfectamente ubicado en la vieja película de lo recordado y añorado.

No hay comentarios: